dissabte, 31 de desembre del 2011

La fotografía velada. Cap. I. 3


Capítulo I. 3
Mi madre siempre ha sido muy amiga de celebrar la onomástica, lo justifica argumentando que es más fácil consultar el día del santo que recordar en el que nació esa persona. Resulta lógico. Representa un ahorro en el almacenamiento de la memoria, no hay necesidad de asociar el nombre de una persona querida con la fecha de su nacimiento, solo hay que consultar el calendario con una semana de antelación, por si es el santo de algún conocido. Pero, en realidad mi madre no lo hace por economía neuronal, ni por pragmatismo. Con esta costumbre, trata de ocultar el hecho más relevante: va haciéndose mayor.
Por esa razón, tampoco quiere celebrar los cumpleaños de los hijos ni de los nietos, porque con ello cobra conciencia del paso del tiempo. Su espíritu todavía es joven y le gusta salir con las amigas a bailar, por todas las fiestas de la tercera edad que se celebran en la comarca. El INSERSO no organiza bastantes viajes para ella.
Pero el día de 25 de Julio está en su casa. Desde una semana antes ha estado engalanándola. Ha preparado hasta el más ínfimo de los detalles. Y en el comedor ─ que permanece cerrado durante todo el año, y solo se abre para celebraciones muy importantes ─ ha preparado la mesa grande, cubierta por la mantelería de hilo egipcio, la cubertería de plata, la vajilla de porcelana de Santa Clara y la cristalería de Bohemia. Y desde las diez y veintitrés de la mañana, ni un minuto antes, espera la llegada de la familia. Las amistades irán apareciendo por la tarde, a partir de las cinco.
¿Por qué a esa hora tan inusual, y veintitrés minutos? A esa hora se le apareció al Apóstol Santiago la Virgen María sobre un pilar en Zaragoza, no soy yo más que la Virgen y no apareceré antes ─ responde invariablemente ─. La misma razón por la que no abre la puerta antes de esa hora.
Así, que doña Jacoba, ese es su nombre, abre las puertas de su tabernáculo particular con la pompa con la que se abren las puertas de Santiago en el Año Santo. Pero sin el botafumeiro, que la buena señora no permite que nadie fume en su casa. Alega que a Dios le gusta el aire puro, que si le gustara el humo y el ambiente enrarecido habría creado el mundo como una especie de casino lleno de humos y olores a refritos.
Soy el benjamín de una amplia familia de hermanas y cuñados. Tres hermanas, que como tres amazonas feudales, habían llegado ya, acompañadas de sus respectivas mesnadas, a rendir homenaje a la reina del castillo. Cuando llegué con mi alegría habitual, riendo como un papa Noël en verano, mientras repartía golosinas entre las hordas de mis sobrinos, y la maldición de mis cuñados:
Ya está aquí el tío enrollado. Después, nosotros somos los ogros porque no les dejamos comer chucherías.
Pues no se lo prohibáis! –, les contesté con lógica aplastante. El problema no soy yo, es esa manía que adquieren los padres con el cargo de prohibir a sus hijos comer gominolas y mascar chicle.
¿Les pagarás tú la ortodoncia? –, me contesto Alberto, uno de mis cuñados.
No, por Dios –, contesté con rapidez. – ¿Que mal han hecho estos pequeños para merecer tal tortura? – este es un tema al cual soy muy sensible. Lleve ortodoncia durante mi adolescencia. La señora Jacoba se había empeñado en que mis dientes necesitaban de corrección y me sometió a un severo correctivo. Durante cuatro años lleve una serie de prótesis dentales que minaron la seguridad en mi mismo y mi proyección social. Pasé a ser conocido por varios sobre nombres, siendo el de dientes de plata el más benévolo de todos ellos. Lleve aquellos artilugios con la resignación de un penitente. Era consciente que con aquello me ganaba el cielo, o una próxima vida más plácida. Tras aquellos cuatro años de tortura dental continuada, los dientes fueron volviendo a su lugar: apiñados y con un cierto desorden que ja forma parte de mi personalidad.
Pero no podía perder mucho tiempo en disquisiciones con mis cuñados, ni lo deseaba, ya que su majestad, Jacoba I, reclamaba mi presencia sin mayor dilación. Llegue al salón del trono entre el séquito de sobrinos más pequeños, que no se despegaban del tío simpático con bolsillos mágicos, de donde siempre salían golosinas, como si fuesen cuernos de la abundancia. Sobrinos de tierna edad que desconocían las consecuencias de una alteración del severo protocolo de la reina de corazones.
¡Niños, parad! –, los pequeños enmudecieron ante el tono seco y tajante de aquella orden inapelable, – Dejad que vuestro tío se acerque a saludar a su madre, de la que ya no se acuerda –, iba a recriminarle que nunca estaba en casa cuando yo pasaba a verla, – ¡Crees que estas son horas de llegar! ¡La una y diez! Más tarde y no llegas.
Ahora ya no podía recriminarle nada, tenía que pasar a una táctica defensiva. Sopesé la posibilidad de justificarme con el tráfico, pero finalmente opté por una evasiva. Mientras hacia una serie de ondulaciones con la mano, a modo de pleitesía, mientras me inclinaba, saqué de bajo de la chaqueta, donde llevaba camuflada una orquídea.
Mi señora, no enarbolaré ninguna escusa en mi defensa, solo ruego toméis este pequeño presente, como muestra de mi amor y afecto –. Mi madre siempre a tenido debilidad por lo teatral y esta escenificación le conmovió.
Ven aquí, zalamero, y da un beso a tu pobre madre que se desvive pensando en ti.
Pues este año he pasado tres veces para saludarte y estabas de viaje con las amigas –, por fin había surgido la ocasión. Ahora era ella la que pasaba a la defensiva.
Son esas amigas que tengo... , siempre me están diciendo de salir... no puedo estar siempre negándome... Bueno y que aun soy joven y el mundo es grande y la vida es para vivirla –, la buena señora había pasado de la inseguridad, justificando sus viajes, a una postura altiva, retando a todos los que nos encontrábamos allí, – ¿O es que ahora queréis controlar mi vida?
Haces muy bien, mama. Viaja cuanto te plazca y pásatelo bien que ya has sufrido bastante en esta vida –. Todos los adultos presentes corearon la aprobación a mis palabras, no querían ni por un momento cuestionar las decisiones de mi madre. Siempre era mejor que estuvieses ocupada en sus viajes que controlando la vida de su familia.
Tras aquella escena tan hogareña, la mañana fue transcurriendo dentro del protocolo: saludos a las hermanas y los cuñados, a los cuales había privado del privilegio de mi compañía desde las navidades pasadas. Privilegio que ellos saboreaban, principalmente durante la sobremesa, con metódica disciplina iban alternándose para criticar mi forma de vida y mi concepción del universo. Disfrutaban con ello.
Con el tiempo había llegado a comprender a aquellos atletas del balompié televisivo, que habían desarrollado unos abdominales de cervecero olímpico. No disfrutaban con el debate, ni tenían nada personal contra mí, solo me criticaban para justificar su propia decrepitud. En mí tenían que ver un ser decadente y sin principios, o por lo contrario se hubieran sentido obligados a reconocer su fracaso. Habían renunciado a los sueños de juventud por unas vidas anodinas, con unas esposas, también con sus sueños frustrados, que les recordaban incesantemente su obligación para con unos hijos a los que había que educar en los buenos modales y respetando el orden. Educando y luchando contra los mensajes contradictorios de la sociedad, donde triunfan los broncas y los que usan prácticas inmorales.
Tanto mis hermanas como mis cuñados, veían en mí lo que podían haber sido ellos. Una persona independiente, que no tenía que rendir cuentas a nadie, que ha podido trabajar en aquello que le gusta, que nunca ha tenido que renunciar a sus sueños por un amor, por una familia. Realmente envidiaban mi forma de vida, pero reconocerlo era tanto como aceptar el fracaso personal.
Yo había llegado a captar esta idea inconfesable. Después de años de sobremesas enojosas, de palabras como estocadas lanzadas en el fragor de la batalla dialéctica y la desazón que produce en el cuerpo el comecome, de aquellas palabras pronunciadas con toda la intención de herir a las personas que más cerca llevas en tu corazón.
Ahora seguía un protocolo en el cual ayudaba a mis cuñados a hacer mofa de mi estilo de vida y hacía una declaración muy sentida de mi envidia por su forma de vida. Durante la sobremesa me transmutaba en un ferviente defensor de la familia, como institución básica de la sociedad y meta hacia la que hay que encaminar la vida de todo bicho viviente. Tras lo cual, representaba mi papel de hombre fracasado por no haber conseguido lo que mis hermanas y cuñados tenían.
Ahora ellos eran los que me tenían lástima y me consolaban dándome ánimos, – Verás como todavía conoces al amor de tu vida –.
Pero esta estrategia también tiene sus riesgos. De tanto en tanto, más frecuentemente tras las celebraciones familiares, mis hermanas me preparan citas con sus amigas, y mis cuñados con las que hubieran querido que fueran sus amigas.
En todo caso hay que actuar con mucho cuidado. No puedo ser desconsiderado, ya que después puedo sufrir las consecuencias de la familia. He de desanimarlas sutilmente, sin que se note que no tengo ganas de relaciones largas y duraderas. Por eso son siempre ellas las que me dejan por pesado y obsesivo. Pero mejor pasar por un desesperado por encontrar pareja que por un soltero celoso de su independencia.
Así, trascurrida la comida y la sobremesa, con la lamentación de mi soltería y el consiguiente consuelo de mis cuñados y hermanas, pude tener unos momentos a solas con mi madre.

(próxima entrega el 2 de enero)

dimarts, 27 de desembre del 2011

La fotografía velada. Cap. I.2

La fotografía velada
Capítulo I. 2
Mis conocimientos sobre fotografía no me ayudaban a encontrar una explicación lógica, ya que solo alcanzaban a mirar por la pantallita de las nuevas cámaras digitales y apretar el botoncito de disparado. Eso sí, era capaz de poner el selector del menú en “automático”, de otra manera me hubiera sido imposible hacer una fotografía. De todas formas, he de confesar que prefiero estar delante del objetivo que detrás de la cámara.
Tengo cierta habilidad en seleccionar las fotografías que más me gustan y llevarlas a revelar. Diríais que esto no es una habilidad, que seleccionar unas fotos y que otro las revele es una acción fácil y que no comporta ni dificultad ni responsabilidad.
Os equivocaríais. Estaríais profundamente equivocados. No hay mayor responsabilidad que la de seleccionar unas fotografías que van a ser el testimonio de unos momentos irrepetibles de nuestras vidas.
Detengámonos por un momento en este punto. ¿Alguien quiere ser recordado con el dedo metido en la nariz, hurgándose, o con un moco a medio sacar, con un extremo pegado al dedo mientras en su mirada se dibuja la paz interior del que por fin ha alcanzado el nirvana?
Que nadie quiera engañarse haciéndonos creer que realmente le gustaría que otros lo pudieran contemplar eternamente en esta actitud, por una parte tan beatífica, pero por otra tan irreverente.
Hay que reconocer la responsabilidad de seleccionar los momentos que nos gustará recordar, y en los que nos gustara que nos recuerden.
Pero no solo es una cuestión de responsabilidad, también es una habilidad o más bien una cualidad. No todos tienen la voluntad de pasar horas viendo fotografías, decidiendo cuales escoger y cuales desechar, cuales formarán parte de nuestro legado memorístico y cuales serán borradas de nuestra memoria y de los verdaderos hechos acaecidos. Lo que no se muestra en imágenes no ha sucedido. Este es el nuevo eslogan de los medios de comunicación. Muchas veces las cosas no han llegado a suceder, pero como hay imágenes que lo sugieren, llegamos a creer que han sucedido realmente.
Por todas estas razones estoy muy orgulloso de mi habilidad y responsabilidad de seleccionar y mandar revelar fotografías. Yo soy el señor de los recuerdos, el que decide lo que ha sucedido y lo que jamás ha pasado.
En mi calidad de señor de los recuerdos, aquella fotografía me llenaba de inseguridad. ¿Había estado yo en aquel colegio? ¿Por qué no se veían con nitidez las formas humanas?
Aquellos gigantes retorciéndose bajo el peso de aquel ojo que extendía su poder sobre el velado grupo y que transcendía el plano de la fotografía hasta penetrar en mí.
Me inquietaba.

dilluns, 26 de desembre del 2011

La fotografía velada. Cap. I.1

La fotografía velada
Capítulo I. 1 
Cuando me establecí de forma más estable, mi madre insistió que ahora que tenía más espació, me llevase todas mis cosas de su casa. Quería vaciar aquella habitación donde había consumido las horas de mi infancia, para convertirla en un living. ¡Vaya palabreja! Mi madre, una castiza meseteña, de aquellas de mantón y peineta en la procesión del Jueves Santo, de novenas a la Virgen de los Llanos, para que sus hijos saliesen sanos y salvos de un resfriado común. Ahora se descolgaba llamando living a una sala de estar, de aquellas de mesa camilla y butacas orejeras en rededor, con un brasero bajo las faldas de la mesa, para cuando comenzaban a apretar los rigores del apacible clima de aquel entrañable pueblo castellano, que había ido creciendo lentamente al amparo de un montículo, sobre el que señoreaba un escueto castillo, que alzaba sus almenas a mil metros sobre el mar, el cual imaginaba en las húmedas tardes de primavera, cuando soplaba el levante llevando los lejanos aromas de las algas y las sales marinas.
En una tarde lánguida, de luz otoñal, surgió el momento para desembalar los recuerdos de mi niñez. Abrí una botella de vino, aspiré su aroma y me vi rodeado por los ralos bosques de mi tierra. Mientras sonaba la melanconiosa melodía de un blus, descorché mi vida pasada. El buqué de mi infancia volvió a mí. La despreocupación y el ansia arrebatadora por descubrir un mundo nuevo en cada esquina.
Allí, dentro de una carpeta con el nombre del colegio donde pené mi niñez, entre los certificados de unas notas bastante modestas, que me hicieron recordar las penas y los trabajos que me costaron conseguir, en aquella carpeta de cartulina endurecida por la edad, se encontraba una fotografía del colegio. Pero aquella fotografía tenía algo especial.
Enfocaba la puerta principal de aquel antiguo edificio donde cuatro titanes se retorcían bajo el peso del ojo omnisciente, que irradiaba su control desde el mismo centro del frontón. A los pies de aquellos colosos descendía una amplia escalinata, cuyo centro aparecía velado, como si se tratase de una transparencia donde no se acertaba adivinar que contenía.
Reconocí la monumental puerta principal del colegio de curas donde había cursado la enseñanza básica.
Quedé atrapado en aquella tela de araña donde se había centrado el objetivo de la cámara.
Atrapado en aquella anomalía.
En un intento por desvelar su secreto, vi un grupo de estudiantes, maestros y curas que posaban ordenados en los escalones de la portada. Era un típica fotografía de curso, pero de pronto aparecía, de entre mis nieblas etílicas, una araña gigante que envolvía con su tela a las impasibles personas. Al fin, no se podía saber quien era quien bajo aquel manto arácnido, que difuminaba los cuerpos que albergaba haciéndolos irreconocibles.
Seguramente se trataba de una fotografía en la que yo era uno de los protagonistas, junto a mis compañeros de infortunios docentes y el equipo que se obstina en infringirnos tales infortunios. Pero ¿qué pasaba?, ¿por qué habíamos salido veladas las personas, mientras el edificio aparecía nítido, hasta los mínimos detalles?