diumenge, 29 de gener del 2012

La fotografía velada. Capítulo III. 3


La fotografía velada. Capítulo III. 3

Mientras mi amiga, con la sutileza de una araña, tejía una red dialéctica, que tenía como objetivo sonsacarme quien era mi acompañante y que destino le tenía reservado. Sonó el teléfono de Jorge, un canto gregoriano: el requiem aeternam.
– ¿Dígame? – Preguntó Jorge –. ¡Ah! Diga, padre. Diga usted –. Escuchaba en silencio y yo observaba con el rabillo del ojo como iba cambiando su semblante –. Gracias por avisarme, padre.
– ¿Qué pasa, Jorge? –, le pregunte alarmada ante la palidez de su rostro.
– Era el padre, Fulgencio.
– Pero, ¿qué te ha dicho, que te has quedado pálido?
– Ahora mismo te traigo un whisky –, dijo alarmada Isabel, y se fue con rapidez hacia la barra.
Jorge se quedó en silencio mirándome. Podía ver como se le inundaban los ojos. Le tome las manos.
– ¿Qué ha pasado?
– Un accidente terrible... –, las lágrimas resbalaban por sus mejillas y la voz se le enganchaba en su garganta reseca. Llegó Isabel con la copa de whisky. Yo le hice señas para que se fuera, no era momento para compartir con extraños.
– Han muerto todos... –, bebió un pequeño sorbo y su cara se contrajo cuando el licor pasó abrasando su silencio –. Todos. Todos muertos.
Yo no podía hacer mucho, solo consolarle con caricias. Lo abracé y durante un rato estuvo llorando sobre mi hombro. Notaba como temblaba entre mis brazos, como un pajarillo caído del nido. Le susurraba al oído palabras de tranquilidad. No recuerdo lo que le decía, solo recuerdo su perfume. Olía a vitalidad, a ganas de vivir, mientras lloraba con el único consuelo de mi abrazo. Tuve que haberme puesto en alerta ante aquella aparente paradoja, pero solo podía sentir ternura. Estaba cayendo en las arenas movedizas del amor, era consciente y no me resistía.
– Ayer enterraron en un pueblecito de Toledo a mi antiguo maestro del colegio –, ya un poco más repuesto, comenzó a hablar –. Estuve allí con mis antiguos compañeros de clase. Como en nuestro pueblo están de fiestas mayores, ha coincidido que todos estaban allí pasando unos días, así que alquilaron un autobús para ir a despedir a nuestro más entrañable profesor. Yo estaba ya en Madrid, comienzo mañana a trabajar. He acudido desde aquí con mi coche –. Una pausa. Volvían a asomar las lágrimas. Respiró hondo. Retuvo durante un momento el aire en sus pulmones, logrando retener sus sentimientos tras el velo de sus profundos ojos oscuros –. Ayer por la tarde, durante la vuelta al pueblo, el autobús de mis amigos ha sufrido un accidente. Se salió de la carretera, cerca del pueblo. Donde la montañita, ¿recuerdas las curvas de ese puertecillo? –
– No. Desde que salí del pueblo a los diez años, no he vuelto.
– Es una curva bastante traicionera, en el barranco del moro. El autobús se ha ido hacia abajo. Ha chocado contra unas rocas y se ha incendiado. Han muerto todos... quemados –. No pudo resistir más, lloró como si estuviera viendo arder a sus compañeros.
– Es una tragedia –. No podía decir nada más. Los hombres para consolar no saben hacer otra cosa que hablar y hablar. No comprenden que lo que se necesita es solo el cálido silencio de una amiga. Volví a abrazarle, hasta que él se repuso y comenzó a contarme el porqué de su visita.
– Todo tiene relación con la cuestión que me ha traído de nuevo hasta ti. Lo que te voy a contar parece un cuento chino, pero te aseguro que es por completo cierto –. Observaba mi cara, como esperando ver aparecer la incredulidad –. Te lo aseguro. Después podemos ir a mi casa y te enseñaré las pruebas.
Me explicó que tenía una fotografía del colegio donde tenía que aparecer un grupo de escolares y sus profesores, pero solo se veía un grupo velado. Que había ido al colegio para averiguar de que fotografía se trataba y conseguir una sin defecto, pero se encontró con otra fotografía igual, solo que aparecía un niño muy nítido y se podía distinguir un sacerdote que iba desvelándose. En su fotografía también había aparecido el niño y el sacerdote. Ahora, el padre Fulgencio le había llamado para comunicarle el accidente y decirle que en la fotografía aparecían todos menos él.
Después del rápido repaso de todos los acontecimiento que le habían pasado en los últimos seis días, debió de ver en mi cara el asombro. Notaba como mis ojos estaban abiertos de par en par y a duras penas conseguía tener la boca cerrada.
Me llevó a su casa. Estaba nervioso, quería comprobar si en su fotografía aparecía todo el grupo menos él. En cuanto llegamos a su piso se fue corriendo hacía su habitación, dejándome sola en la entrada. Lo vi salir.
– Pasa, pasa. Cierra la puerta –, cerré la puerta y pasé al interior de aquel apartamento minimalista. Por deformación profesional, tiendo a juzgar a las personas por la decoración de sus casa. Jorge era una persona simple, sin misterios. Su apartamento estaba vacío de cosas superfluas. Algunas fotografías enmarcadas rompían el blanco de sus paredes. Fotografías de personas en acciones diversas: un viejo limpiabotas en las calles de una ciudad medio derruida por la guerra, limpiando la bota de un casco azul; una vieja castañera en la plaza del Sol … – ¡Mira, mira! También aparecen en la mía –. Estaba muy alterado. Yo lo miraba sin acabar de entender su creciente nerviosismo –. ¿No comprendes lo que significa? – Me encogí de hombros y negué con la cabeza –. ¡Ahora solo quedo yo!, ¡todos los demás han muerto!
– Bueno, pero eso solo es una fatal casualidad.
– No, no. No lo has entendido. Cada vez que alguien muere, aparece en la foto.
– ¿Y el cura? –, dije como argumento que desmostaba su hipótesis –. Me has dicho que todavía no ha muerto.
– Está en coma. Los médicos no le dan más de dos semanas.
– Bueno. Coincidirás conmigo que esto es un poco absurdo –. Intenté serenar el ambiente poniendo un poco de racionalidad en todo aquel asunto–. Aún aceptando que esta fotografía no muestra a los personajes vivos y solo los muestra cuando mueren. ¡Uf! Me escucho y no puedo creerme lo que acabo de decir.
– Yo tampoco, pero aquí está la evidencia.
– Pero que solo quedes tú, Jorge, no indica más que serás el próximo en morir – no me dejo acabar mi razonamiento.
– ¿Te pare poco importante? – Parecía ofendido.
– Todos hemos de morir, Jorge. Serás el próximo, pero no sabemos cuando. Puede ser ahora mismo o dentro de muchos años –. Se quedó en silencio. Valoraba mi argumento.
– Tienes razón. Pero todo ha ido tan rápido, que no puedo dejar de pensar que hay algo más –. Se dejó caer en el sillón. Se quedó mirando al futuro por la ventana. Al cabo de unos segundos me miró, y entonces despertó de aquel trance –. Perdona mis modales. Siéntate, por favor. ¿Quieres tomar alguna cosa?
– No te preocupes por mi. Es natural que estés un poco ausente. ¿Te encuentras bien?
– Sí ... –. Respondió maquinalmente, estaba pensando en otra cosa –. El padre Fulgencio y yo habíamos pensado que tal vez tu padre supiera algo más sobre este fenómeno. En el archivo del colegio había una anotación del padre Antolínez, decía que tu padre había dicho que la fotografía tenía un defecto.
– Mi padre tiene alhzeimer. La mayoría del tiempo no sabe ni en el día en el que está.
– Pero este tipo de enfermos no recuerda lo que ha pasado hace diez minutos, pero sí el pasado más lejano. Igual hay suerte y sabe algo.
– Bien. Podemos intentarlo –. No me hacía mucha gracia molestar a mi padre con cosas del pasado. Aun recordaba como había respondido el día de mi cumpleaños. Pero veía tan desesperado a Jorge, pensé que podía tranquilizarse al ver a mi padre y comprobar que todo era un cúmulo de coincidencias –. Pero no puedo ir hasta el próximo sábado.
– Perfecto. Espero estar todavía vivo para entonces –, lo dijo con una sonrisa, un poco forzada, en su rostro. Trataba de animarse. Lo vi tan desvalido … No sé muy bien como llegó a pasar, pero le miré a los ojos y le besé. Un beso suave, primero, dulce y profundo después. Noté como aquel pozo de arena me succionaba, ya me apretaba las caderas. Yo sonreía de felicidad.

dimecres, 25 de gener del 2012

La fotografía velada Capitulo III.2




Capítulo III . 2

Aquel bar me gustaba. Conocía a Isabel, el alma del Bebol-Babel, desde niña. Era una mujer activa, inmune a la depresión. Su marido, el titular del bar, era un hombre que vivía en las nubes, de donde con toda seguridad sacaba sus ideas peregrinas. La última de estas ideas había sido abrir un bar Chill Out.
Eran tiempos duros. La crisis afectaba a muchos y había golpeado con el puño cerrado del paro a mi pobre amiga. Su marido, siempre surcando espacios siderales, era muy propenso a la melancolía. Isabel nunca pudo contar con él para traer un sueldo estable a la familia.
Cuando la despidieron de la fábrica de calcetines, creyó sentir el peso del mundo sobre sus espaldas. Dos niños pequeños y uno crecidito, el marido, con una hipoteca monstruosa por un cuchitril centenario en Lavapies. Pero Andrés, su marido, con toda la tranquilidad del mundo, le dijo que invirtieran el dinero del despido en un bar Chill Out.
Isabel, que no veía ninguna salida a su situación, empezó a considerar la última locura de su marido y me habló del proyecto. Yo les ayudé a encontrar un local que se traspasaba, "A un paso", en Argüelles. Un barrio tranquilo, seguro y céntrico. La idea no estaba mal. Un bar de ambiente relajado, destinado a una clientela con un estatus económico holgado. Podía funcionar. Hay gente para la cual la crisis significa enriquecimiento. Yo también vivo de ellos.
Colaboré con la decoración y me convertí en la socia capitalista de mi amiga. Una mala idea, pero la amistad, la verdadera amistad, no es un negocio.
Allí estaba, con una copa y La isla misteriosa. Recordando aquel que fue, sin él saberlo, mi primer amor. Resonaba todavía en mi cabeza su voz, aterciopelada y cálida, cuando leía los pasajes tranquilos y apasionada, cuando llegaba a los momentos más dramáticos.
Después de tantos años no sabía si podría reconocerle. Me ponía en alerta ante cualquier hombre que entraba en el bar. La mayoría eran carne de gimnasio, musculitos y tatuajes. ¡Dios mío! ¿Se habría convertido en uno de aquellos triunfadores tatuados con motivos que recordaban la estética nazi? No me gustan los tatuajes, los encuentro de mal gusto. Cuando veo alguien tatuado, pienso que necesita llamar la atención, que no pude ser él mismo y necesita ocultarse tras la apariencia del duro de moda.
Vi entrar un chico, no gran cosa, la verdad. Llevaba una rosa en la mano. Aire desenfadado. No parecía importarle la moda. Lo único que llamaba la atención era el color rojo de la montura de sus gafas.
Se paró a dos pasos de la puerta y observó alrededor. Paró sus ojos en mi y varió su posición para ver mejor el libro. Yo se lo mostré. Él sonrió y se dirigió rápido hacia mí.
– ¡Hola! ¿Julia Villaplana?
– Sí. ¿Tú eres...? –, no quería que se diera cuenta de que estaba nerviosa esperándolo.
– Jorge. Jorge Cordrac. Le habló el padre Fulgencio de mi visita.
– ¡Ah, sí! Casi lo había olvidado. He tenido mucho trabajo estos días y ya no recordaba la conversación –. Todo marchaba bien. Lo miraba y reconocía las suaves facciones de aquel niño. Y su voz... no había perdido su encanto.
– ¿Cómo se encuentra su padre? Me ha dicho el padre Fulgencio que está enfermo.
– No me recuerdas, ¿vedad?
– ¿Nos conocemos? – Hizo una pausa mientras me miraba con detenimiento –. Seguro que te recordaría. Perdona por el atrevimiento, pero eres una mujer bonita y no te habría olvidado.
– ¿Te tatúas? – Pobre, veía como se le abrían los ojos asombrado ante la pregunta que le hacía.
– ¿Perdona?
– Te preguntaba si llevas tatuajes.
– No. No me gustan –, me miraba con recelo –. ¿He de hacerme algún tatuaje para caerte bien?
– Prefiero lo natural, sin artificios –le miraba a los ojos –, los hombres también –. Noté un cierto rubor –. Estás muy pálido, ¿no tomas el sol? – Esta vez sus mejillas se encendieron. Me encantaba su inocencia, podía jugar con él a mi antojo. Pero decidí ser buena y no pasarme demasiado en aquel primer encuentro.
Si iba bien, guardaba el secreto deseo de volver a reencontrar aquel amor de la infancia. Me había marcado durante toda mi vida. No había conocido el amor desde entonces y ahora, a mis treinta y dos años, empezaba a creer que nunca volvería a estar enamorada. Y ¡de pronto!, había aparecido él. Fue un amor platónico. Durante mi adolescencia, separada de él, lo idealicé. Durante la universidad, mientras mis amigas se enamoraban de aquellos que más tarde fueron sus maridos, yo pasaba de relación en relación sin llegar a enamorarme. A todos mis novios los comparaba con el Jorge idealizado. Ninguno daban la talla. Comencé a odiarlo. Aquel niño tonto, gafotas y redicho me había hechizado y desde niña arrastraba aquel amor, como una maldición que no me dejaba encontrar otra pareja con la que poder compartir mi soledad. Ahora, cuando había comenzado a reconciliarme conmigo misma, a olvidarme del pasado y de ese amor de infancia. Ahora aparecía él. El auténtico. El genuino. ¿Resistiría la comparación con el modelo idealizado?
– ¡Oh, lo olvidaba! Esta rosa es para ti –. Se le notaba un poco incómodo, pero aun así, acertó con una salida airosa. No estaba mal. Un punto.
– ¿Llevas una rosa a todas tus citas? – De nuevo se encendieron sus mejillas. Empezaba a divertirme. No sabía si podría compararse con mi Jorge idealizado, pero era tan diferente a todos..., tan cándido. Dos puntos.
– Como ibas a traer un libro, he creído que lo apropiado era traer una rosa.
– ¿No recuerdas este libro? – Ahora lo miré con un cierto reproche.
– No, pero está claro que debería recordarlo –, aquello era como un jarro de agua fría. Estaba convencida que en cuanto viera el libro me recordaría. Menos dos puntos.
– Me lo regalaste tú –, se lo pasé abierto por la primera página, donde se podía leer su dedicatoria: «Para que no te olvides de aquel que te transportaba a mundos de aventuras.»
– ¡Vaya! ¡Éste es mi libro! – En su cara se dibujaba la sorpresa y la alegría de encontrar aquel libro. Después me miró con la incertidumbre dibujada en su cara, sin llegar a pronunciar una palabra. Y de nuevo cambió su cara, acababa de ver claro lo que había sucedido –. Había olvidado que te regalé el libro. Durante mucho tiempo, he pensado que lo había perdido. Lo cierto es que no te lo regalé a ti – puse una cara seria que debió de alarmarle –, quiero decir, que se lo regale a una niñita que venía a escuchar mis lecturas con sus amigas.
– Tenía diez años – respondí por instinto, como defendiéndome de la acusación de niñita, pero mientras lo decía lo pensaba, era cierto solo era una cría de diez años. De todas formas, menos tres puntos ¡Llamarme “niñita”!
– Yo estaba colado por tu amiga, ¿como se llamaba aquella rubia con trenzas? –, comencé a odiarlo. Menos siete puntos.
– Elisa.
– ¡Ah, sí! Elisa –. Lo dijo como relamiéndose con el recuerdo, el muy cerdo, y yo allí. Estúpido. Menos diez puntos.
– Ahora lo recuerdo todo. Como son las cosas..., se te van de la cabeza..., te crees que has perdido los recuerdos y de pronto ¡zas!, ¡ahí están! – El muy tonto se puso a reír, como si fuera una cosa cómica. ¡De mí ni se acordaba! Yo toda la vida enamorada de aquel idiota y él solo se acordaba de Elisa. Estaba apunto de ponerle un menos quince – . Elisa me dijo que le gustaría que te regalase el libro. No recuerdo muy bien, pero parece que te ibas del pueblo porque había fallecido tu madre. ¡Hou! Lo siento que poco tacto tengo –. Poco tacto, imbécil. Lo que eres es un cerdo creído. Menos veinte puntos de tacada.
– Toma tu libro –, lo dejé caer sobre su lado de la mesa. Tenía la completa seguridad de estar perforándolo con mi mirada.
– ¡Oh, gracias! – el muy canalla, encima me daba las gracias –. Ahora que lo vuelvo a tener, te lo quiero regalar a ti. Por favor, acéptalo.
– ¿Y eso por qué? – Ahora qué pretendía. ¿Se había dado cuenta de mi mirada y pretendía arreglar la situación?
– Entonces era un niño, bastante atontado, he de reconocerlo, y no me daba cuenta de como son las cosas en realidad. Tú amiga Elisa, solo era una niña mona, sin nada más... bueno no es del todo cierto, creo recordar que tenía algo más, ya había comenzado a desarrollarse. Mis hormonas no me dejaban ver el jardín. Si fuera ahora, te regalaría el libro y cambiaría la dedicatoria.
– ¿Qué escribirías?
– A mi mejor oyente, a la cual echaré de menos el resto de mi vida –. Aquel giro me desconcertaba.
– ¿Por qué ibas a echarme de menos toda tu vida?
– Sin saberlo, siempre he echado en falta una persona que compartiera mis aventuras, mis aficiones. ¿Recuerdas cuando leía aquellos libros de aventuras y escenificaba la narración?
– Sí, me gustaba oírte. Era como una película, como vivir la aventura.
– Cierto –, me miro a los ojos y me cogió de la mano – . Te había olvidado, pero mi subconsciente no. Ahora estoy contento por haberte encontrado.
– Acabas de ganarte una cena –. Todas las maldiciones que le había dicho y todas las torturas que había imaginado, se habían esfumado. Le hubiera besado allí mismo, pero Isabel vino a interrumpirnos.

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(próxima entrega el domingo 29 de enero)

diumenge, 22 de gener del 2012

La fotografía velada Capitulo III.1



Capítulo III . 1
 
Era viernes, el último día de aquel caluroso julio. Madrid estaba apunto de cerrar sus puertas por vacaciones y yo trabaja contra reloj. Intentaba tener todos los materiales, necesarios para la decoración de los Peláez, antes de terminar el día. ¡Qué importaba que durante agosto tirara la persiana la industria! El que tiene dinero no quiere oír excusas. Los Pelaez se habían ido a pasar el verano en Marbella y no volverían hasta mediados de septiembre. Para su vuelta querían tener su casa decorada con un ambiente otoñal, que destacara su riqueza, pero sin las notas  kitsch de los nuevos ricos.
La casa era una locura. Gente sin parar de entrar y salir. El teléfono sonando sin parar.
– Señorita, ¿donde dejo esto? – los operarios no paraban de pedir instrucciones. Odio el desorden. Quiero cada cosa en su sitio, así puedo controlar en todo momento el proceso del trabajo. El precio que debo pagar es ser el blanco de todas las preguntas. Nadie se atreve a mover una silla sin pedirme permiso. Hace tiempo que trabajo con este grupo. Ya me conocen y saben que mis manías logran que las obras acaben a tiempo, que los clientes estén satisfechos y que tengamos más contratos.
– ¿Julia Villaplana? – Resonaba en mi cabeza la voz de una telefonista.
– Yo misma. Dígame
– Le llamo de decoraciones NewAir. Le paso con el señor Narvaez.
– Buenos días señorita Villaplana. Le llamo para avisarle que el biombo con reproducciones de “Los cinco sentidos”, de Hans Markart, no lo podemos servir hasta septiembre.
– ¿Cómo? Imposible –, cuando empezaba en este negocio, esta clase de noticias me sumía en la desesperación, pero ahora ya tenía la suficiente experiencia como para no perder la calma –. Si no lo tengo aquí antes de acabar el día tendrán que pagar la clausula de indemnización. Le recuerdo que al firmar el contrato recalqué este punto.
– Pero no ha llegado todavía y cerramos hoy.
– Ese es su problema –, iba dejando caer las frases con serenidad, como hachazos en un tronco caído. – Ya le di una señal– , carraspeó al otro lado del teléfono. Notaba que tambaleaba su fortaleza –. Usted puso el precio, con un generoso margen de beneficios –. ¡Zas!, otro hachazo. Todo consistía en transmitir seguridad, no titubear.
– Y ¿si se lleva otro biombo parecido? – Me indigné
– ¿Cómo dice?
– Puedo añadir también un jarrón Ming –. Insistía. Quería comprarme. El negocio de la decoración no es para las grandes masas. Un incumplimiento de contrato no solo conlleva las sanciones previstas, también conlleva una mancha en el prestigio de la empresa y una disminución del volumen de negocio.
– Y ¿para qué quiero yo un jarrón Ming en una decoración otoñal? – Hice una pequeña pausa para subrayar mi indignación –. ¿A caso quiere insultar mi profesionalidad?
– Usted perdone, señorita Villaplana. Sea como sea, se lo mandaré hoy mismo, pero puede que sea esta tarde o...
– No importa la hora. Pero llame antes de venir. No me falle –. Le colgué, tenía otra llamada en espera.
– ¿Señorita Villaplana? –, sonó a la otra parte del teléfono una voz masculina, pero con una musicalidad característica que no supe identificar en aquel instante.
– Sí. Dígame.
– Buenos días. Soy el padre Fulgencio, director del colegio “Santa Sapiencia”.
– En que puedo servirlo –, imaginé que se trataba de una oferta de trabajo.
– Me gustaría poder hablar con su padre. Hace años, trabajó para este colegio, antes de irse a Madrid –. Así que se trataba del colegio de curas de mi pueblo. Guardé silencio. No sabía a dónde quería ir a parar–. Estamos celebrando el 50 aniversario del centro y queríamos hablar con su padre... para pedirle si tenía la amabilidad... de prestarnos los negativos de sus trabajos... para una exposición... –. Se le notaba un poco tenso. Iba hablado a trompicones, como si improvisara lo que decía. ¿A caso ocultaba alguna cosa?
– Lamentablemente, mi padre no está en disposición de mantener una conversación razonable con nadie.
– Lo siento. Espero que se mejore. Si usted es tan amable de facilitarme el teléfono de su padre, lo llamaría más adelante …
– No, padre. Su enfermedad no es pasajera. Está en una residencia especializada. Jamás volverá a ser responsable de sus actos.
– Usted disculpe por mi falta de tacto.
– Está usted disculpado.
– ¿Podría pedirle un favor?
– Usted dirá.
– Yo no puedo desplazarme a Madrid, pero ¿podría entrevistarse con un antiguo alumno de nuestro centro? Forma parte de la organización del Festival del 50 aniversario.
– No tengo problema, siempre y cuando sea el próximo domingo.
– Estupendo. Muchas gracias, señorita. El próximo uno de agosto el señor Jorge Cordrac la visitará. Pero ¿dónde podrá encontrarse con usted? – Aquel nombre, hacía mucho tiempo que no lo escuchaba.
– A las seis de la tarde en el
Bebol-Babel, está en la  calle  Meléndez Valdés, en el barrio de Argüelles –, Jorge, que recuerdos. Me leía un libro cuando era pequeña... ¿qué libro era...?  ¡Ah, sí!– Llevaré un libro. La isla misteriosa de Julio Verne.
– Muy bien. Allí estará.


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(próxima entrega el miercoles 25 de enero)

diumenge, 15 de gener del 2012

La fotografía velada Capitulo II. 4

Capítulo II. 4

Su mirada era intensa, con aquellos ojos violeta con inquietantes tonalidades granate. Me miraba taladrándome. Me sentí penetrado por un tempano. Por fin decidió que yo solo era una alma cándida, que desconocía tanto la vida notoria como la oculta de mi antiguo compañero.
– Tenemos una oficina en Valladolid –, pensé que era curioso que utilizase el plural para referirse a los negocios de Vicente –. Apenas hace un año que la abrimos y Vicente no quería dejarla de la mano hasta que estuviera consolidada –. Ahora hablaba con aplomo, sin sombra de aquella rabia que había demostrado un minuto antes –. Eso decía él –. Pausa. Comenzaba a cambiarle la cara. Sus mejillas se sonrojaban y el granate de sus ojos iba predominando sobre los tonos violetas –. ¡El muy canalla! Tenía un lío con una pelandrusca que había colocado de secretaria en aquella oficina –. Se quedó mirando mi cara de sorpresa.
– ¿Vicente te ponía los cuernos? – No pude retener el comentario. Yo conservaba una imagen de mi amigo como un muchacho cohibido ante las mujeres. No tenía mal aspecto, pero la educación religiosa que habíamos recibido, junto con que el colegio era masculino, habían creado un trauma en mi amigo que lo dejaba paralizado e indefenso ante las mujeres. Todavía estaba sorprendido al ver a su esposa, una mujer muy atractiva, que respiraba sensualidad por todos sus poros. Ahora me descubría que no solo tenía una mujer, sacada de un sueño erótico de siesta veraniega, sino que también tenía una aventura con su secretaria. Por un segundo intenté imaginarme a la secretaria... ¿como podía superar a la mujer?
– Conmigo no quería, pero se fue a celebrar el cumpleaños con su secretaria. Parece ser que les entró el calentón en mitad de la sierra, de camino a un “hotelito con encanto” –, hizo el signo de las comillas alzando sus manos a la altura de los ojos –. Llovía intensamente y el talud de tierra les cayó encima en plena orgía.
– ¿Cómo? – Estaba atónito.
– Fue todo muy embarazoso –, no pudo resistir más y comenzaron a desbordarse las lágrimas de aquellos ojos de nuevo violetas –. Yo estaba allí plantada, mientras las máquinas quitaban la tierra. Sacaron el coche. Llevaba el descapotable. Había echado la capota y la tierra la había hundido por completo. Me acerqué con la guardia civil, mientras quitaban la capota, empezando por la parte de delante. No había nadie allí. Por un momento tuve la esperanza de que aún estuviera vivo, de que hubiera podido salir del coche antes de la avalancha. Pero cuando pudieron destapar la parte trasera, todos vimos el cuerpo desnudo de un hombre sobre el de una mujer. Era Vicente y su secretaria –. Se me abrazó llorando desconsoladamente. La abracé, tratando de trasmitirle el calor de la comprensión de un amigo. Le acariciaba el pelo y le susurraba palabras de consuelo –. Me dejó por aquella desconocida y se murió avergonzándome ante todo el mundo –
– No pienses así –, solo quería consolarla. No podía entender como había llegado a eso mi amigo –. Vicente tenía que estar mal de la cabeza. Tú eres una mujer muy hermosa ... –. Ella, que tenía su cabeza bajo mi barbilla, la alzó para mirarme y sus labios se encontraron con los míos. Los entre abrí un poco y su lengua me penetró como una barrena. Notaba su empuje y por momentos iba perdiendo el equilibrio. Retrocediendo, tropecé con una de las tumbonas y caí de espaldas. Ella, ahora, estaba sobre mi. Arrodillada sobre la tumbona me continuaba sondeando la boca con su lengua, puntiaguda y dura, mientras me habría la camisa con un decidido tirón. No pude estarme de pensar «¡A la mierda con la camisa!, con lo que me cuesta encontrar camisas a mi gusto... »
De pronto se levantó. Tiró de las solapas de mis harapos y me dijo: – Ven. Vamos al dormitorio –. Ya no lloraba. En sus ojos había vuelto a predominar el granate y yo no sabía como interpretarlo.
Al llegar a la habitación me empujó para que cayera de espaldas sobre la cama. Me cogió los pantalones por la cintura y se disponía a tirar de ellos cuando le cogí las manos y le dije:
– Ya me los quito yo – Ella rió.
– ¿No te excita que te los quite yo? – Me miraba con una sonrisa sensual, mientras estaba sentada sobre mi cintura y movía sus nalgas sobre mi pubis.
– Preferiría tener los pantalones enteros cuando me tenga que ir –. Acerté a decir. Una cierta indecisión me tenía atrapado. Me abandonaba a la lujuria con aquella especie de diosa del amor, o protegía mi vestuario para poder huir con un mínimo de decoro.
Retrocedió un poco y comenzó a desabrocharme los botones de mis pantalones. Cuando, acabó el trabajo, se puso en pie y los cogió por las perneras y dio un fuerte tirón para despojarme de aquella segunda piel. Después fueron mis boxer. De nuevo se sentó sobre mi y se quitó el sujetador. Sus majestuosos senos quedaron jugando con su libertad recién adquirida.
Su pelo caía sobre mi cara. Lo balanceaba, bajando por mi torso hasta llegar a mi pelvis. Descendía hasta que su lengua tocó mi ombligo y fue subiendo hacia el pecho, donde rodeó mis pezones, primero con la lengua, después con los labios y cuando yo ya estaba relajado, con la neurona y la sangre en la cabeza... del falo, sus dientes atenazaron la erección de mi pezón derecho y tiraron hacia arriba.
– ¡Quieta, quieta! ¡qué me destetas! – Ella rió echando la cabeza hacia atrás y moviendo su sedosa melena.
Volvió a mirarme, con aquellos destellos granate en sus ojos, cada vez más cerca,  hasta que me penetró la boca con aquella lengua dura, larga y puntiaguda. Sus caderas no paraban de moverse y mi erección iba en aumento. De pronto se alzó un poco y al volver a sentarse me noté dentro de ella. Húmeda. Cálida. Movimiento puro. Contracciones que me succionaban. El movimiento circular de sus caderas. Sus ubres, duras de silicona, se aplastaban sobre mi. En un momento que pude tomar la iniciativa, me dispuse a sorber de aquellas turgentes fuentes de néctar, pero notaba un tacto extraño y un gusto peculiar. Aquellos pechos de dimensiones perfectas, resultaban demasiados grandes y rígidos para poder jugar con ellos con facilidad.
Aumentaba el ritmo y el vigor de su movimiento. No sabía si podría resistir mucho tiempo a ese ritmo tan frenético, cuando se incorporó medio cuerpo y me clavó sus uñas en mis pectorales, mientras hacia rodar el pelo con movimientos enérgicos de cabeza y gritaba – Sí, sí, sí – . Mi erección quedó suspendida por el dolor que sentía en el pecho. Todavía la tenía dura, pero ahora estaba seguro que no podría correrme. Ella continuaba gritando – ¡Corre, caballito, corre! –. Cada vez estaba más asustado. Aquella mujer no estaba bien. ¿Ahora me llamaba caballito? Me hundía sus uñas sin ninguna compasión y comenzaba a darme palmadas en la pierna, seguramente para que corriese más.
Su ritmo aumentaba. Sus gritos cada vez eran más altos y menos comprensibles. En el momento álgido gritó un – ¡Ah! ¡Sí! – , mientras alzaba sus caderas y soltaba su presa,  mi torso sangrante. Después se dejó caer.
– ¡Ah!, que  a gusto me he quedado –, una sonrisa llenaba su cara, dando testimonio de sus palabras –. ¿Te ha gustado?
– ¡Oh, sí! Me he quedado como dios –. Mentí, no quería volver a empezar, tenía sus uñas marcadas en mi piel y me escocia el pecho como si acabara de depilarme con cera muy caliente.
– Pero todavía la tienes dura–, se percató que mi herramienta continuaba montada y dispuesta para una nueva faena.
– Espera –. Se levantó y fue a hurgar en el cajón de la mesita de noche. Sacó unas esposas recubiertas de piel de pelo largo –. Ven, te esposaré a la cabecera de la cama. ¡Ya veras que divertido!
– ¡No, no! Por favor no lo hagas –. Solo de verla con las esposas en la mano comenzó a bajarme la hinchazón–. No puedo soportar estar encadenado. Durante la guerra de Bosnia me hicieron prisionero y me encadenaron a un objetivo de la aviación. En el primer ataque, los aviones de la OTAN nos sobrevolaron y nos ametrallaron. Me ha quedado un shock postraumático.
Aquella excusa fue liberadora. Me comprendió y me dejo ir. Nos vestimos y tomamos un pequeño desayuno en el jardín.
Comencé a hablarle del objeto de mi visita, a parte de darle el pésame. Le dije que buscaba una fotografía de cuando íbamos al colegio. Ella, que había perdido el interés por las cosas de su marido, me entregó una caja con fotografías de Vicente.
– Toma. Te las puedes llevar si quieres. Yo iba a tirarlas al contenedor.
Allí estaba la fotografía... pero... había alguien más. ¡Era don Antonio!, nuestro profesor. ¿Qué habría pasado? Tenía que llamar al padre Fulgencio inmediatamente.
– Muchas gracias por todo. Pero tengo que irme.
– Me ha gustado conocerte, Jorge. ¿Cuando volveremos a vernos? –. Volvió a escocerme el tórax.
– He de salir de Madrid durante unas semanas. Ya te llamaré –. Ella volvió a agarrarme por la solapa de la camisa rota y me beso en profundidad. Yo pensé en mi difunto amigo y comprendí su necesidad de huir de aquella mujer. Seguro que su secretaria era un encanto de mujer, sin manías, normal.

dimecres, 11 de gener del 2012

La fotografía velada. Capítulo II. 3

Capítulo II. 3

Aquella mañana la brisa removía levemente las copas de los altivos árboles de La Moraleja. A mi antiguo condiscípulo, la vida le había sonreído, hasta que le hizo un guiño macabro y lo abandonó bajo varias toneladas de tierra y piedras.
Traspasé el control de seguridad, que estaba establecido al principio de la urbanización. Tuve la impresión de estar entrando en un recinto penitenciario de alto nivel, para ladrones de cuello blanco.
Tras circular por las arboladas calles de aquel ordenado recinto, localicé la casa. Una fachada de ladrillo imitando la rusticidad de la mampostería, pero con la elegancia de la meticulosa regularidad. Una fachada que se identificaba con la personalidad de sus moradores. Una fachada semejante a la de sus vecinas. Una fachada de burguesía de riqueza sobrevenida.
Se distinguía claramente de las demás, porque había un contenedor en su puerta, repleto de ropa masculina, de libros, de trofeos deportivos...
Atribuí la presencia de aquel contenedor a la desaparición del propietario de aquellos objetos. Pero no pude resistir el pensamiento: «¡Caramba!,¡ya están haciendo limpieza!».
Llamé a la puerta. Sonó el Big Ben. Una sirvienta filipina, con cofia, me abrió la puerta. Le di mi nombre y le dije que quería hablar con la dueña de la casa, que era amigo de la infancia de su difunto marido. Me pidió que esperara allí fuera, bajo la marquesina de la entrada. Volvió a cerrar la puerta. 
Quise creer que había ido a avisar a su señora, pero con el trascurso de los minutos comencé a dudarlo. Tanto esperé que comencé a hurgar entre los libros que había en el contenedor. La mayoría de ellos eran tratados de economía y empresa en inglés. Cuando dejamos el instituto, mi amigo Vicente se marchó a estudiar económicas y dirección de empresa a Oxford. Su padre era el propietario de una alfarería especializada en material de construcción. Con el bum inmobiliario se había hecho con bastante dinero y lo invirtió en la formación de su hijo. Mi amigo, a la vuelta de la City, donde estuvo trabajando en el mundo inmobiliario, comenzó a forjar un pequeño emporio que partió de la empresa familiar y fue ampliándose con otras empresas del sector. Hacia poco que su grupo empresarial había salido a cotizar en bolsa. Su última aventura empresarial trascurría por las turbulentas aguas del océano financiero.
La sirvienta abrió la puerta y puso cara de pocos amigos cuando me descubrió fisgando entre los despojos de un muerto. Para estas cosas, las orientales son muy sensibles.
Me hizo pasar. Su señora había accedido a recibirme y me estaba esperando. Sus ojos eras rasgados. Su tez, levemente hepática. Pero sus modales eran de una doncella británica, de las de antigua estirpe de servidores de la nobleza. 
Atravesamos la casa, por un corredor amplio, hasta llegar a la puerta de atrás. Daba a un amplio rectángulo de césped, rodeado por seto alto que lo separaba de los vecinos, y con una gran piscina al fondo. Ante la casa, bajo una marquesina, de mayores dimensiones que la de la entrada, había una mesa de cubierta de vidrio sobre una estructura de hierro forjado, con adornos florales lacados.
Allí me recibió la, que yo esperaba, desconsolada viuda. Vestía un escueto biquini blanco, que resaltaba sobre el bronce de sus opulentos senos. Un vaporoso  pareo, de colores pasteles, cubría insinuante las estilizadas curvas de sus largas piernas. Su cabello largo, sedoso, dorado, onduló movido por la oscilación de su cabeza cuando se quitó las gafas de sol, para darme un beso de bienvenida.
Mi cabeza se puso a ondular cuando aspiré el embriagador aroma de su perfume.
Comencé a lamentar la mala ventura de haber perdido a su marido, a mi amigo, a una edad tan temprana. Ella se puso tensa. Interpreté que estaba emocionada y me disculpé.
– Lo siento. Todavía es muy reciente. Seguro que estabais muy enamorados.
– ¡Enamorados! – Me sorprendió aquella exclamación – ¡Yo estaba muy enamorada! – La cosa no pintaba bien –. ¿Sabes que día era cuando murió?
– Veintiséis de julio... –, respondí con una cierta inseguridad. No sabía donde quería llegar a parar.
– Era el día de su cumpleaños –. No recordaba este dato –. Me dijo que no quería celebraciones, que total treinta y tres años no es una cifra tan especial.
– Es la edad de Cristo –, respondí maquinalmente.
– Pues se murió como Cristo – lo dijo con rabia –, pero en pecado.
– ¿Lo dices porque no le dio tiempo a confesarse? – No acababa de entender lo que le pasaba a aquella mujer. Su marido se había muerto de forma trágica y ella parecía como si le deseara todos los males: la condena eterna.


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(próxima entrega el 15 de enero)

diumenge, 8 de gener del 2012

La fotografía velada. Cap. II-2


Capítulo II. 2

Hacía diecinueve años que no pisaba aquella escalinata. Se notaba que se había limpiado la fachada, con seguridad formaba parte de los faustos del 50º aniversario. Ahora los titanes de la portada estaban blancos por el esfuerzo continuo de soportar el ojo irradiante.

Talvez, el arquitecto o el consejo rector de la época, escogió la imagen de aquel ojo, de donde salen rayos dorados, como símbolo de la sabiduría divina, de la Santa Sapiencia. Pero para mí se había convertido en el ojo escrutador de un ser anónimo, sin forma definida, que exigía una obediencia ciega. Era el ojo inquisitorial del padre Fulgencio, el encargado del orden. Él lo sabía todo lo que pasaba dentro y fuera del centro. Cuando me lo encontraba por los pasillos, algunas veces me miraba fijamente, y veía en él el ojo del frontón de la fachada, y me decía: «Jorge Cordrac, ve haciendo contrición. Te espero mañana en el confesonario.». ¡Dios! cómo podía saber aquel hombre que el domingo fui con los amigos al cine y le toqué el culo a aquella rubia creída, que me dejó marcada su mano en la cara. ¿Todavía se me veía la marca del tortazo?

Ahora, con treinta y tres años, todavía siento la mirada de aquel viejo implacable que me penetraba con su mirada, sondeando los pensamientos más ocultos.

Atravesé las puertas con el ánimo empequeñecido por los recuerdos. El portero me condujo hasta el despacho del Director del Centro. Entró para anunciarme, mientras yo esperaba en el vestíbulo. Allí había varias fotografías de grupos de estudiantes,de diferentes años. Correspondían a los últimos cursos de los últimos diez años. Las miraba con la tonta esperanza de encontrarme. Sabía que no me encontraría, pero no podía despegar los ojos de aquellas fotografías y buscarme entre aquellas caras anónimas.

El portero me sacó de aquel vano rastreo. Abrió la puerta del despacho y me indicó que podía pasar. «El Director, con mucho gusto, le recibirá ahora. Pase por favor.» Le agradecí su amabilidad y traspasé la puerta. No tenía idea de encontrarme con ninguna persona conocida. En realidad no había pensado en quien podía ser el director actual. Cual sería mi sorpresa al reconocerle.

– Pase. Pase Jorge Cordrac – , era el mismísimo padre Fulgencio. Y se acordaba de mi nombre. Me entró el pánico – ¿Está usted bien?

– Sí. Gracias – . La sorpresa me había dejado sin habla. Solo podía pensar en una cosa: «que no me mire a los ojos ». – Perdone padre, pero ha sido la sorpresa. No esperaba encontrarme con usted.

– ¡Vaya! Después de tantos años todavía se acuerda de mí. No sé si sentirme halagado –. Fui a darle la mano, pero miré hacia un lado, como interesado por su indumentaria.

– No puede ser. Si está usted igual que hace veinte años –, me salio aquella frase aduladora, pero con una entonación de incredulidad. El hizo un gesto con la cabeza, a la vez que me daba unas palmadas en el hombro, como diciendo «no te pases». – Perdone si me he quedado parado al principio, pero todavía no me lo puedo creer. Es como si hubiera retrocedido más de veinte años. Como la última vez que entré en su despacho y me impuso un correctivo.

– Seguro que te lo merecías. – Rió la ocurrencia a la vez que me invitaba a tomar asiento ante su mesa de despacho. La mesa estaba tras un ventanal que daba al patio interior. Aproveché la ocasión para cambiar de gafas y ponerme las de sol. – Perdone, Cordrac. ¿Le molesta la luz?

– No se preocupe, padre Fulgencio –, no sé como pude atreverme a pronunciar su nombre. – Soy un poco sensible a la luz, pero con las gafas de sol no tengo ningún problema. Son graduadas –. Pero él insistió en correr un poco las cortinas.

– Mejor así –, no fue una pregunta sino una afirmación. – Ya puede quitarse las gafas –, y sonó como una orden. Yo estaba un poco intranquilo. En un principio esperaba que con la luz baja no podría escrutarme la mente, pero su insistencia me hacía desconfiar. Ante mis titubeos, me miró fijo, como hacía cuando yo era pequeño, mirándome a los ojos a través de los cristales oscuros de mis gafas, y dijo – ¿Qué le preocupa? ¿Por qué no se quita las gafas?

– Perdone padre –, volví a ser el mismo niño asustado ante aquel inquisidor, como si el tiempo y las experiencias no hubiesen dejado ninguna huella en mí. No pude hacer otra cosa que contarles la verdad: – De niños creíamos que usted nos podía leer los pensamientos cuando nos miraba a los ojos –. Él estalló en una risa sonora y sincera que vino a destruir el encantamiento en el que yo andaba inmerso.

– Trucos de docente viejo –. Respondió cuando pudo moderar su risa. Yo ya estaba más relajado. Acababa de ver el lado humano de aquel hombre. Ahora ya no se parecía tanto al padre Fulgencio de mi infancia. Él paró de sonreír. Me miró fijamente a los ojos. Serio. Y dijo – Vaya haciendo acto de contrición, Cordrac, que lleva mucho retraso en la confesión de sus pecados. – De nuevo estaba allí, aquel viejo inquisidor. Cuando vio mi cara atónita, me guiño un ojo y volvió a reír con fuerza. – No se relaje, que este anciano todavía puede tomarle el pelo. –

– No sea malo, padre, que será usted el que tenga que confesarse –. Me atrevía a responder.

– ¿Qué le trae por aquí, después de tantos años? Por descontado que no era para verme a mí. ¿Tiene que ver con el Festival?

– Mi madre me dio la semana pasada la carta. Pero en realidad no venía por el Festival, sino por una fotografía de grupo que tengo, de cuando era niño. No sé a que curso corresponde, ni si estoy en ella.

– Cómo puede ser que no sepa si está en ella – . Respondió con cierta incredulidad.

– En realidad solo se ve nítida la fachada del colegio, el grupo es como si formara parte de otra fotografía que hubiera salido velada. – Puse sobre la mesa la carpeta disponiéndome a mostrársela.

– ¡Ah! Sí. La famosa fotografía velada. – Sabía de que fotografía se trataba. Se levantó y se dirigió hacia unos archivadores. – Aquí tenemos otra fotografía igual. No se puede distinguir a nadie.

Mientras él rebuscaba en los cajones del archivador, yo saqué la fotografía.

– Mire. Aquí la tengo. No se puede distinguir quien son... –, me quedé helado. Allí estaba la fotografía, con el grupo velado, pero ahora se podía ver a uno de los niños, claro como si formara parte de la fachada. Era el tercero por la izquierda de la línea central.

– Aquí está –, puso sobre la mesa una carpeta de cartulina. – Pero que le pasa, ¿qué se ha quedado tan callado?

– Ahora aparece uno –. Mi voz apenas era un susurro. Él miró mi fotografía. Abrió la carpeta y se llevo su fotografía junto a la ventana, donde había más luz.

– Venga. Rápido. – Se le notaba muy excitado. Había observado algo que con toda seguridad no se podía ver en la penumbra del despacho. – Mire. No solo aparece nítido un alumno. Fíjese bien. También se puede ver al padre Antolínez, aunque no está tan claro como el alumno –. Yo estaba a su lado mirando mi fotografía y mostraba el mismo fenómeno. – ¿Reconoce usted al alumno? Son tantos los que han pasado que no puedo recordarlos a todos.

– Sí. De él me acuerdo –, respondí con seguridad y aplomo. – Es Vicente Lorca.

– Lo siento Cordrac, pero era. – No entendía como en un momento como aquel se ponía a corregirme la gramática.

– ¡Hombre, padre! Era en aquel momento y lo seguirá siendo, un poco más crecidito, pero seguirá siendo él. – le respondí con un cierto tono irónico condescendiente.

– No se ofenda, Cordrac –. Hizo una pausa –. ¿Hace tiempo que no ve a Lorca?

– En realidad no se nada de él desde el 95, cuando terminamos el Instituto. Yo me fui a la mili y el a la Universidad. Estuve destinado en Mostar, en Bosnia. Perdimos el contacto. Pero tengo muy buenos recuerdos de él. Espero verlo en el festival.

– Entonces lo siento –, comenzó a decirme el padre Fulgencio –. Siento mucho ser yo quien le de la noticia –. Hizo una nueva pausa, como preparándome para algo funesto –Su amigo murió hace dos días, el 26, en un lamentable accidente. No tengo muy claras las circunstancias, pero creo que murió en una avalancha –. La noticia me había dejado de piedra –. ¿Se encuentra bien?

– Perdone padre, pero me ha pillado de improviso –. Todavía no podía hacerme a la idea, un amigo, alguien con mi misma edad se había muerto. En Bosnia había visto la muerte de cerca, pero allí estábamos en guerra –. ¡Vaya, pobre Vicente!

– En los planes de Dios cada cual tiene su hora –. La típica monserga eclesiástica.

– Era mi amigo. Me trató como a un igual, con respeto, cuando todos los demás me despreciaban y me insultaban –, sonó como un panegírico –. Para mí fue como un hermano mayor. Salía en mi defensa y con su amistad me daba seguridad ante el grupo. Si sobreviví al colegio fue en parte gracias a él –. Notaba como las lágrimas cubrían mi visión.

– Le acompaño en el sentimiento –, dijo en un tono muy respetuoso –. Veo que significaba mucho para usted. Hubo un largo momento de silencio.

– Perdone, pero me he emocionado –, dije ya un poco más calmado.

– Es natural. No se preocupe.

– Y el Padre Antolínez, ¿todavía está aquí? –, pregunté más que nada para dejar de pensar en el pobre Vicente.

– Todavía está en la congregación –, una nueva pausa, algo no marchaba bien –, pero en estos momentos está hospitalizado.

– ¿Algo grave? –, pregunté temiéndome lo peor al verle la tristeza señorearse de su cara.

– Lleva dos días en coma –, respiró profundamente como para tragarse la pena –. Es un proceso terminal. Tiene un cáncer de hígado –. Frases entrecortadas. Respiración profunda. Trataba de dominarse. No quería abrir sus sentimientos ante mí, un desconocido. Traté de respetar su pesar.

– Lo siento padre.

– Es ley de vida, hijo mío –. Un nuevo silencio.

– Perdone que cambie de tema –, comencé a decir con la intención de salir de aquel mar de sentimientos y poner rumbo hacia lo que me había llevado hasta allí –. ¿Pone en la carpeta de que curso se trata?

– Por supuesto. Es el curso del 87. Entonces ustedes tendrían...

– Diez años. Durante ese curso cumplíamos los diez años –, respondí con rapidez.

En la carpeta había un listado de todos los presente por el orden de posición en la fotografía. También había unas notas caligráficas del padre Antolínez.

– No puedo entender la letra –, desistí de intentar leer aquella letra que parecía una línea ondulante que se apretaba o se estiraba caprichosamente.

– ¡Ah, el querido padre Antolínez! –, exclamó el padre Fulgencio –. Es muy buena persona pero no tiene paciencia ni para las máquinas ni para escribir. Su letra es horrorosa.

Pero la entendía. La nota decía que se había detectado que se volvía borrosa en el centro, de forma que no se podían ver con claridad a las personas. El padre Antolínez se puso en contacto con el fotógrafo, el cual le informó de un defecto en el material. Finalizaba la nota informando que el fotógrafo había renunciado a cobrar por el trabajo realizado. Parece ser que al final no es que se acobardaran ante las razones de mi madre, sino que no se había cobrado a nadie por aquella fotografía.

El padre Fulgencio me dio la última dirección de Vicente Lorca. Me dijo que la viuda se había puesto en contacto con ellos, cuando había leído la carta del festival, para informarles que no podría asistir.

– Puede que la viuda de Lorca encuentre consuelo en los recuerdos que usted guarda de él –. Me sugirió que le hiciera una visita.

– ¿Pero no le parece extraño que no apareciera nadie en la fotografía hasta ahora? Cuando uno muere... - dejé la reflexión en el aire.

– Pero el otro no está muerto –, me respondió como recriminándome el mal agüero.

– Usted me ha dicho que está moribundo, que no le han dado más de unas semanas de vida.

– Sí, pero no está muerto todavía –, se le notaba dolido por pensar en la fatalidad que le esperaba a su amado hermano.

– Perdone padre por insistir, pero necesito encontrar una respuesta. Ahora tenemos dos hechos –, traté de abstraerme de los sentimientos haciendo una exposición de los datos que teníamos hasta el momento–. Por una parte tenemos un grupo que aparece borroso. De pronto uno de ellos se vuelve nítido. Por otra parte tenemos que el sujeto aparecido ha muerto recientemente, y que su muerte ha coincidido con su aparición en la fotografía. Otro hecho, aparece un segundo sujeto, pero esta vez no es tan nítido como el anterior. Este segundo sujeto no está muerto. Pero está en coma y se espera su muerte de forma inminente. ¿Es así, padre?

– Sí. Es así, pero no tienen porque estar ligada una cosa con la otra –. Se negaba a aceptar mi hipótesis. De ser cierta quería decir que su amigo Antolínez estaba a punto de morir –. No sabemos cuantos de los otros continúan vivos.

Decidimos averiguar el paradero de cada uno de los que debíamos aparecer en la foto. Me facilitó un listado con los datos que tenían de cada uno.

– Los marcados en verde, son los que hemos revisado. Sus datos son correctos y – hizo una pequeña pausa mientras me miraba fijamente –, están todavía vivos.

– Gracias padre. Estaremos en contacto –, me despedí con un afectuoso apretón de manos.

– No olvides en tus oraciones al padre Antolínez –, me suplicó mientras sostenía mi mano entre las suyas.

– Ya no rezo, padre – le miré con lástima –, pero le prometo que lo tendré en mi pensamiento –. Terminé por darle un abrazo de consuelo.

Cuando bajaba las escalinatas escuche la voz del padre Fulgenció

– Visita a la viuda de Vicente Lorca.

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(próxima entrega el 11 de enero)

divendres, 6 de gener del 2012

La fotografía velada. Cap. II. 1




Capítulo II



Como contar esta historia sin que las lágrimas la emborronen. Por dónde empezar a contar los avatares que el destino me tenía reservados.


Mi madre murió cuando yo apenas tenía diez años. Una rara enfermedad vino a fulminarla en poco más de tres meses. Desde aquel momento, mi padre fue todo lo que tenía en la vida. El siempre había estado presente en todos los momentos decisivos de mi vida. Su calor y su cariño me había calado hasta los huesos y lo notaba allá a donde iba, por muy lejos de él que estuviera.


Hacía un tiempo, mi padre había contraído Alzheimer. Su deterioro fue imparable, hasta el punto que ya no pude cuidar más de él.


Con todo el dolor de mi corazón, no tuve más alternativa que dejarlo ingresado en aquella residencia.


Hasta aquel momento, no había experimentado el amor por nadie más que por mi madre –casi no me quedan recuerdos de ella – y mi padre. No tenía nada ni nadie que me ligara a la vida. Siempre habíamos sido mi padre y yo.


Aquel 25 de Julio de 2010 celebré mi cumpleaños junto a mi padre. Los dos solos entre el bullicio del espacioso salón de la Residencia “El reposo”. Cumplía treinta y dos años. Aun cuando trataba de alegrar la cara, ante mi veía la vida como un río cuyas aguas rápidas, inexorables, me conducían hasta mi futuro. Un futuro donde veía en la decrepitud de mi padre la mía propia.


Había comprado una pequeña tarta y un par de cirios: el tres y el dos. Mi padre estaba contento, como un niño en su propio cumpleaños. A todo aquel que se acercaba le gritaba: «¡Es el cumple de mi hija!».


De pronto se acercó un anciano de aspecto curioso. Tenía una barba tupida y larga y una melena de las mismas características. Una tez, como si pasara la vida a la intemperie, parecía bronceada por las brisas marinas. Era alto y delgado. De sus ojos grises, como sus cabellos, emanaba una seguridad que me provocó un escalofrío de inquietud.



– ¡Vaya, vaya! ¡Fotomatón! Con lo feo que eres y lo bonita que es tu hija–. ¿Aquello se suponía que era un piropo para mi? Aquel viejo no me gustaba, pero no me atreví a decirle nada.

– Julia es linda como su madre –, respondió con complacencia mi padre.

– Así qué cumple treinta y dos años –, hizo la observación mientras me miraba a los ojos. –¡Fotomatón, recuerda el revelador!

– ¡Vete viejo diablo! – . Mi padre reaccionó cambiando su humor. Ahora gritaba con ira y en sus ojos había miedo.

– ¡Disfruta de tú último cumpleaños juntos!–. Dejó aquel augurio vibrando en nuestros tímpanos, mientras se alejaba con una de aquellas risas caver nosas de los malvados de las películas de serie B.

– ¿Quien es ese viejo antipático? –, me había dejado intranquila.

– ¿Melquiades? –, ese era el nombre del enigmático anciano,– solo es un viejo loco. Se hace pasar por brujo.

– Parece como si te conociera de hace tiempo – hice la observación sin la esperanza de recibir respuesta, ya que la enfermedad no le permitía mantener una conversación coherente durante más de cinco minutos.

– Lo conocí cuando me dedicaba a la fotografía –, respondió, para mi sorpresa con una lucidez a la que ya no estaba acostumbrada. – Por eso me llama Fotomatón –. Hizo una pequeña pausa. No parecía perdido en una niebla de incertidumbres, como era normal en su estado actual de salud, sino que parecía sopesar qué podía contar y qué tenía que callar. – Le compraba materiales para el laboratorio de fotografía–, hizo otra pausa, midiendo las próximas palabras. – Era medio brujo.

– ¿Por qué te ha dicho lo del revelador? – Estaba intrigada, cuando el anciano le recordó el revelador, a mi padre le cambió el estado de ánimo.

– Solo es un revelador en mal estado –, se sumergía de nuevo en la vorágine de unos recuerdos desordenados que formaban su realidad privada, íntima; donde los que le rodeábamos no éramos más que sombras que podíamos ajustarnos en el desarrollo de los acontecimientos pasados, los cuales revivía en su cerebro. –¡Vete al infierno, viejo diablo!– Se fue alterando de tal manera que la enfermera tuvo que administrarle un calmante en vena.


Salí de aquella residencia con la pesada sensación de estar sola en la vida.


En mis oídos todavía resonaba la voz del anciano Melquiades: «¡Disfruta de tú último cumpleaños juntos!».


El frío de la soledad se instaló en mis huesos.
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(próxima entrega el día 8 de enero)

dijous, 5 de gener del 2012

La fotografía velada. Cap. I. 5


  Capítulo. I. 5
Aún lo estamos esperando –. Explotó en una risa contundente –. Aquellos curas, de mentes reblandecidas por los banquetes de las casas ricas, se habían creído que iban a reírse de una servidora –, volvió a reír con más gana –. Aquel malasombra del fotógrafo le había hecho una jugada a tu padre cuando nos acabamos de casar. Aprovechó que eran amigos desde niños y le pidió dinero para « un negocio seguro » , le dijo a tu padre; « en dos meses te lo devuelvo ». Montó una fábrica de paraguas, parece ser que había leído que aquel iba a ser «un año excepcionalmente lluvioso». Y así fue, pero no como el esperaba. Aquel fue el año con menos lluvias que recordaban los viejos del lugar. Fue el primero de cinco largos años de « pertinaz sequía », como decían en el nodo. Al cabo de un año, yo estaba apunto de dar a luz a tu hermana Pilar, tu padre le pidió el dinero. El muy sinvergüenza le dijo que lo habían perdido todo, que como no llovía, todo se había perdido, como las cosechas. Tu padre le dijo que lo sentía, pero que tenía una deuda con el, qué como esperaba pagarla. El cara dura le dijo que lo que tenían ellos dos era una sociedad, y que las pérdidas las tenían que asumir ambos. Tu padre estuvo apunto de matarlo, se enzarzaron en una pelea terrible –según me contaron–, y cuando el fotógrafo se vio las de perder sacó una navaja. Tu padre agarró una silla, la partió, y con la pata le empezó a dar tal somanta de palos que casi deja allí la vida el fotógrafo. Los amigos lo separaron: « Para Manolo que te pierdes » .
¡Vaya historia , mamá! –, estaba atónito. A mi padre lo recordaba callado en su taller, siempre trabajando, sin una mala palabra, siempre con una sonrisa en los labios y un « Sí cariño », para mi madre, a la vez que me hacía un guiño con el ojo. Entonces no comprendía el significado del guiño. Hoy sigo su ejemplo.
Así que nunca vino a reclamar el dinero o el material –, volvió a la sonrisa irónica –. Le tenía mucho miedo a tu padre.

No volvió a preocuparse por aquella fotografía, la enterró en la carpeta, junto a mi historial académico, con el propósito  de no volver a pensar más en aquel canalla.

Después de aquella revelación, me sentía un poco perdido. Me costaba digerir la idea de mi padre dando una paliza a otra persona. Él había sido el hombre más pacífico que había conocido. 

No tenía claro cual había de ser el próximo paso para desvelar el misterio de aquella fotografía. Por una parte, me veía atraído por aquella veladura en mitad de una fotografía, por lo demás, nítida y perfectamente enfocada; por otra parte, no quería desvelar ninguna cara oscura de las personas que apreciaba.

– ¡Ah! Casi lo olvido –, mi madre vino a sacarme de aquellas arenas movedizas – a llegado una carta de tu antiguo colegio –. Sobre el aparador había una bandeja con correo – . Toma, es esta– .


Allí estaba el logo del ojo omnisciente y debajo, como irradiado por los destellos del ojo, aparecía, con letras doradas, el remitente: 


« Comisión de antiguos alumnos »

Abrí con impaciencia, y no sin un cierto temor, aquella oportuna carta.

«Con motivo del quincuagésimo aniversario de la inauguración de nuestro querido colegio, se ha constituido una comisión de antiguos alumnos. Esta comisión tiene como objetivo construir un espació de contacto entre el colegio y aquellos que un día fueron sus alumnos, así como facilitar el reencuentro de antiguas amistades.» 

«Está invitado a participar en esta comisión. Puede ayudarnos aportando datos sobre otros alumnos, o colaborando en la organización del Festival del 50º aniversario del Colegio Santa Sapiencia , que se celebrará el próximo 12 de octubre.»

Aquella carta me abrió una nueva puerta. Seguro que, con motivo de una celebración tan marcada, se haría una exposición de fotografías de los cursos pasados. Tenía la posibilidad de averiguar al menos a que curso correspondía la foto que yo conservaba. 

¿Qué habría sido de mis antiguos compañeros? Entonces comencé a recordar a algunos de ellos. Hacia años que no pensaba en los amigos y enemigos de la escuela, en los buenos ratos (pocos), en las gafas rotas durante las peleas a la hora del patio, en las discriminaciones por ser gordo, con gafas y becario. 

« Cuatro ojos, rey de los piojos... ». Recordé la cantinela con la que me perseguían los otros niños.
   « … tú padre es gordo como un barril, y tu madre flaca como un fusil». Cuando oía esto, siempre me sorprendía la exactitud de la descripción. Mi padre era un hombre recio, acostumbrado al esfuerzo físico y con un apetito comparable a su fuerza. En cambio mi madre era, y continuaba siéndolo, una mujer muy comedida para servirse comida, mientras que nos atiborra a los demás. 

Ahora ya no era gordo. Mi monitor del gimnasio no acababa de estar satisfecho con mi forma física, pero estaba dentro de los estándares de peso ideal. En cuanto a las gafas, ahora estaba de moda llevar gafas, incluso los que no las necesitaban tenían al menos tres pares de gafas, que hacían conjunto con la ropa que llevaban en cada ocasión. Trabajaba en una gran corporación como procesador de datos. Un trabajo que ni yo mismo sabría explicarlo bien, pero que daba como un cierto prestigio. Prestigio debido a la ignorancia que la mayoría de la sociedad tiene al respecto, y porque solo con oír juntos procesador y datos ya marea a más de diez. Así los de mi gremio, muy cercano al informático, habíamos venido a ser una especie de gurús de los nuevos tiempos globalizados.

Decidí encarar este reencuentro como una oportunidad para reconciliarme con mi pasado.

Tomé la determinación de dedicar unos días de mis vacaciones a visitar el colegio. Reencontrarme con una parte de mi pasado que había dejado enterrado en mi memoria bajo los recuerdos, más recientes y menos ingratos, del instituto y de la universidad. 

Solo me asaltaba una duda, como reaccionaría al reencontrarme con antiguas enemistades.

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(próxima entrega el 6 de enero)


Con los reyes, llega el Capítulo II.


Se irá desvelando el misterio de la fotografía. ¿Por qué aparece velado solo el grupo de personas? ¿Qué origina este fenómeno? Y lo más importante ¿quien hay detrás de todo esto?