diumenge, 8 de gener del 2012

La fotografía velada. Cap. II-2


Capítulo II. 2

Hacía diecinueve años que no pisaba aquella escalinata. Se notaba que se había limpiado la fachada, con seguridad formaba parte de los faustos del 50º aniversario. Ahora los titanes de la portada estaban blancos por el esfuerzo continuo de soportar el ojo irradiante.

Talvez, el arquitecto o el consejo rector de la época, escogió la imagen de aquel ojo, de donde salen rayos dorados, como símbolo de la sabiduría divina, de la Santa Sapiencia. Pero para mí se había convertido en el ojo escrutador de un ser anónimo, sin forma definida, que exigía una obediencia ciega. Era el ojo inquisitorial del padre Fulgencio, el encargado del orden. Él lo sabía todo lo que pasaba dentro y fuera del centro. Cuando me lo encontraba por los pasillos, algunas veces me miraba fijamente, y veía en él el ojo del frontón de la fachada, y me decía: «Jorge Cordrac, ve haciendo contrición. Te espero mañana en el confesonario.». ¡Dios! cómo podía saber aquel hombre que el domingo fui con los amigos al cine y le toqué el culo a aquella rubia creída, que me dejó marcada su mano en la cara. ¿Todavía se me veía la marca del tortazo?

Ahora, con treinta y tres años, todavía siento la mirada de aquel viejo implacable que me penetraba con su mirada, sondeando los pensamientos más ocultos.

Atravesé las puertas con el ánimo empequeñecido por los recuerdos. El portero me condujo hasta el despacho del Director del Centro. Entró para anunciarme, mientras yo esperaba en el vestíbulo. Allí había varias fotografías de grupos de estudiantes,de diferentes años. Correspondían a los últimos cursos de los últimos diez años. Las miraba con la tonta esperanza de encontrarme. Sabía que no me encontraría, pero no podía despegar los ojos de aquellas fotografías y buscarme entre aquellas caras anónimas.

El portero me sacó de aquel vano rastreo. Abrió la puerta del despacho y me indicó que podía pasar. «El Director, con mucho gusto, le recibirá ahora. Pase por favor.» Le agradecí su amabilidad y traspasé la puerta. No tenía idea de encontrarme con ninguna persona conocida. En realidad no había pensado en quien podía ser el director actual. Cual sería mi sorpresa al reconocerle.

– Pase. Pase Jorge Cordrac – , era el mismísimo padre Fulgencio. Y se acordaba de mi nombre. Me entró el pánico – ¿Está usted bien?

– Sí. Gracias – . La sorpresa me había dejado sin habla. Solo podía pensar en una cosa: «que no me mire a los ojos ». – Perdone padre, pero ha sido la sorpresa. No esperaba encontrarme con usted.

– ¡Vaya! Después de tantos años todavía se acuerda de mí. No sé si sentirme halagado –. Fui a darle la mano, pero miré hacia un lado, como interesado por su indumentaria.

– No puede ser. Si está usted igual que hace veinte años –, me salio aquella frase aduladora, pero con una entonación de incredulidad. El hizo un gesto con la cabeza, a la vez que me daba unas palmadas en el hombro, como diciendo «no te pases». – Perdone si me he quedado parado al principio, pero todavía no me lo puedo creer. Es como si hubiera retrocedido más de veinte años. Como la última vez que entré en su despacho y me impuso un correctivo.

– Seguro que te lo merecías. – Rió la ocurrencia a la vez que me invitaba a tomar asiento ante su mesa de despacho. La mesa estaba tras un ventanal que daba al patio interior. Aproveché la ocasión para cambiar de gafas y ponerme las de sol. – Perdone, Cordrac. ¿Le molesta la luz?

– No se preocupe, padre Fulgencio –, no sé como pude atreverme a pronunciar su nombre. – Soy un poco sensible a la luz, pero con las gafas de sol no tengo ningún problema. Son graduadas –. Pero él insistió en correr un poco las cortinas.

– Mejor así –, no fue una pregunta sino una afirmación. – Ya puede quitarse las gafas –, y sonó como una orden. Yo estaba un poco intranquilo. En un principio esperaba que con la luz baja no podría escrutarme la mente, pero su insistencia me hacía desconfiar. Ante mis titubeos, me miró fijo, como hacía cuando yo era pequeño, mirándome a los ojos a través de los cristales oscuros de mis gafas, y dijo – ¿Qué le preocupa? ¿Por qué no se quita las gafas?

– Perdone padre –, volví a ser el mismo niño asustado ante aquel inquisidor, como si el tiempo y las experiencias no hubiesen dejado ninguna huella en mí. No pude hacer otra cosa que contarles la verdad: – De niños creíamos que usted nos podía leer los pensamientos cuando nos miraba a los ojos –. Él estalló en una risa sonora y sincera que vino a destruir el encantamiento en el que yo andaba inmerso.

– Trucos de docente viejo –. Respondió cuando pudo moderar su risa. Yo ya estaba más relajado. Acababa de ver el lado humano de aquel hombre. Ahora ya no se parecía tanto al padre Fulgencio de mi infancia. Él paró de sonreír. Me miró fijamente a los ojos. Serio. Y dijo – Vaya haciendo acto de contrición, Cordrac, que lleva mucho retraso en la confesión de sus pecados. – De nuevo estaba allí, aquel viejo inquisidor. Cuando vio mi cara atónita, me guiño un ojo y volvió a reír con fuerza. – No se relaje, que este anciano todavía puede tomarle el pelo. –

– No sea malo, padre, que será usted el que tenga que confesarse –. Me atrevía a responder.

– ¿Qué le trae por aquí, después de tantos años? Por descontado que no era para verme a mí. ¿Tiene que ver con el Festival?

– Mi madre me dio la semana pasada la carta. Pero en realidad no venía por el Festival, sino por una fotografía de grupo que tengo, de cuando era niño. No sé a que curso corresponde, ni si estoy en ella.

– Cómo puede ser que no sepa si está en ella – . Respondió con cierta incredulidad.

– En realidad solo se ve nítida la fachada del colegio, el grupo es como si formara parte de otra fotografía que hubiera salido velada. – Puse sobre la mesa la carpeta disponiéndome a mostrársela.

– ¡Ah! Sí. La famosa fotografía velada. – Sabía de que fotografía se trataba. Se levantó y se dirigió hacia unos archivadores. – Aquí tenemos otra fotografía igual. No se puede distinguir a nadie.

Mientras él rebuscaba en los cajones del archivador, yo saqué la fotografía.

– Mire. Aquí la tengo. No se puede distinguir quien son... –, me quedé helado. Allí estaba la fotografía, con el grupo velado, pero ahora se podía ver a uno de los niños, claro como si formara parte de la fachada. Era el tercero por la izquierda de la línea central.

– Aquí está –, puso sobre la mesa una carpeta de cartulina. – Pero que le pasa, ¿qué se ha quedado tan callado?

– Ahora aparece uno –. Mi voz apenas era un susurro. Él miró mi fotografía. Abrió la carpeta y se llevo su fotografía junto a la ventana, donde había más luz.

– Venga. Rápido. – Se le notaba muy excitado. Había observado algo que con toda seguridad no se podía ver en la penumbra del despacho. – Mire. No solo aparece nítido un alumno. Fíjese bien. También se puede ver al padre Antolínez, aunque no está tan claro como el alumno –. Yo estaba a su lado mirando mi fotografía y mostraba el mismo fenómeno. – ¿Reconoce usted al alumno? Son tantos los que han pasado que no puedo recordarlos a todos.

– Sí. De él me acuerdo –, respondí con seguridad y aplomo. – Es Vicente Lorca.

– Lo siento Cordrac, pero era. – No entendía como en un momento como aquel se ponía a corregirme la gramática.

– ¡Hombre, padre! Era en aquel momento y lo seguirá siendo, un poco más crecidito, pero seguirá siendo él. – le respondí con un cierto tono irónico condescendiente.

– No se ofenda, Cordrac –. Hizo una pausa –. ¿Hace tiempo que no ve a Lorca?

– En realidad no se nada de él desde el 95, cuando terminamos el Instituto. Yo me fui a la mili y el a la Universidad. Estuve destinado en Mostar, en Bosnia. Perdimos el contacto. Pero tengo muy buenos recuerdos de él. Espero verlo en el festival.

– Entonces lo siento –, comenzó a decirme el padre Fulgencio –. Siento mucho ser yo quien le de la noticia –. Hizo una nueva pausa, como preparándome para algo funesto –Su amigo murió hace dos días, el 26, en un lamentable accidente. No tengo muy claras las circunstancias, pero creo que murió en una avalancha –. La noticia me había dejado de piedra –. ¿Se encuentra bien?

– Perdone padre, pero me ha pillado de improviso –. Todavía no podía hacerme a la idea, un amigo, alguien con mi misma edad se había muerto. En Bosnia había visto la muerte de cerca, pero allí estábamos en guerra –. ¡Vaya, pobre Vicente!

– En los planes de Dios cada cual tiene su hora –. La típica monserga eclesiástica.

– Era mi amigo. Me trató como a un igual, con respeto, cuando todos los demás me despreciaban y me insultaban –, sonó como un panegírico –. Para mí fue como un hermano mayor. Salía en mi defensa y con su amistad me daba seguridad ante el grupo. Si sobreviví al colegio fue en parte gracias a él –. Notaba como las lágrimas cubrían mi visión.

– Le acompaño en el sentimiento –, dijo en un tono muy respetuoso –. Veo que significaba mucho para usted. Hubo un largo momento de silencio.

– Perdone, pero me he emocionado –, dije ya un poco más calmado.

– Es natural. No se preocupe.

– Y el Padre Antolínez, ¿todavía está aquí? –, pregunté más que nada para dejar de pensar en el pobre Vicente.

– Todavía está en la congregación –, una nueva pausa, algo no marchaba bien –, pero en estos momentos está hospitalizado.

– ¿Algo grave? –, pregunté temiéndome lo peor al verle la tristeza señorearse de su cara.

– Lleva dos días en coma –, respiró profundamente como para tragarse la pena –. Es un proceso terminal. Tiene un cáncer de hígado –. Frases entrecortadas. Respiración profunda. Trataba de dominarse. No quería abrir sus sentimientos ante mí, un desconocido. Traté de respetar su pesar.

– Lo siento padre.

– Es ley de vida, hijo mío –. Un nuevo silencio.

– Perdone que cambie de tema –, comencé a decir con la intención de salir de aquel mar de sentimientos y poner rumbo hacia lo que me había llevado hasta allí –. ¿Pone en la carpeta de que curso se trata?

– Por supuesto. Es el curso del 87. Entonces ustedes tendrían...

– Diez años. Durante ese curso cumplíamos los diez años –, respondí con rapidez.

En la carpeta había un listado de todos los presente por el orden de posición en la fotografía. También había unas notas caligráficas del padre Antolínez.

– No puedo entender la letra –, desistí de intentar leer aquella letra que parecía una línea ondulante que se apretaba o se estiraba caprichosamente.

– ¡Ah, el querido padre Antolínez! –, exclamó el padre Fulgencio –. Es muy buena persona pero no tiene paciencia ni para las máquinas ni para escribir. Su letra es horrorosa.

Pero la entendía. La nota decía que se había detectado que se volvía borrosa en el centro, de forma que no se podían ver con claridad a las personas. El padre Antolínez se puso en contacto con el fotógrafo, el cual le informó de un defecto en el material. Finalizaba la nota informando que el fotógrafo había renunciado a cobrar por el trabajo realizado. Parece ser que al final no es que se acobardaran ante las razones de mi madre, sino que no se había cobrado a nadie por aquella fotografía.

El padre Fulgencio me dio la última dirección de Vicente Lorca. Me dijo que la viuda se había puesto en contacto con ellos, cuando había leído la carta del festival, para informarles que no podría asistir.

– Puede que la viuda de Lorca encuentre consuelo en los recuerdos que usted guarda de él –. Me sugirió que le hiciera una visita.

– ¿Pero no le parece extraño que no apareciera nadie en la fotografía hasta ahora? Cuando uno muere... - dejé la reflexión en el aire.

– Pero el otro no está muerto –, me respondió como recriminándome el mal agüero.

– Usted me ha dicho que está moribundo, que no le han dado más de unas semanas de vida.

– Sí, pero no está muerto todavía –, se le notaba dolido por pensar en la fatalidad que le esperaba a su amado hermano.

– Perdone padre por insistir, pero necesito encontrar una respuesta. Ahora tenemos dos hechos –, traté de abstraerme de los sentimientos haciendo una exposición de los datos que teníamos hasta el momento–. Por una parte tenemos un grupo que aparece borroso. De pronto uno de ellos se vuelve nítido. Por otra parte tenemos que el sujeto aparecido ha muerto recientemente, y que su muerte ha coincidido con su aparición en la fotografía. Otro hecho, aparece un segundo sujeto, pero esta vez no es tan nítido como el anterior. Este segundo sujeto no está muerto. Pero está en coma y se espera su muerte de forma inminente. ¿Es así, padre?

– Sí. Es así, pero no tienen porque estar ligada una cosa con la otra –. Se negaba a aceptar mi hipótesis. De ser cierta quería decir que su amigo Antolínez estaba a punto de morir –. No sabemos cuantos de los otros continúan vivos.

Decidimos averiguar el paradero de cada uno de los que debíamos aparecer en la foto. Me facilitó un listado con los datos que tenían de cada uno.

– Los marcados en verde, son los que hemos revisado. Sus datos son correctos y – hizo una pequeña pausa mientras me miraba fijamente –, están todavía vivos.

– Gracias padre. Estaremos en contacto –, me despedí con un afectuoso apretón de manos.

– No olvides en tus oraciones al padre Antolínez –, me suplicó mientras sostenía mi mano entre las suyas.

– Ya no rezo, padre – le miré con lástima –, pero le prometo que lo tendré en mi pensamiento –. Terminé por darle un abrazo de consuelo.

Cuando bajaba las escalinatas escuche la voz del padre Fulgenció

– Visita a la viuda de Vicente Lorca.

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(próxima entrega el 11 de enero)

2 comentaris:

  1. Hasta aqui leí antes de los examanes, así que voy a ponerme al día leyendo lo que me queda que ya le tengo ganas!!
    PD:Espero que te hayan salido bien los examenes... yo no se no se xDD

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  2. Mañana publico el final.

    Los exámenes bien, pero la última palabra la tienen los profes.

    Nos vemos en clase.

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