La fotografía velada. Capítulo III. 3
Mientras mi amiga, con la
sutileza de una araña, tejía una red dialéctica, que tenía como
objetivo sonsacarme quien era mi acompañante y que destino le tenía
reservado. Sonó el teléfono de Jorge, un canto gregoriano: el
requiem aeternam.
– ¿Dígame? –
Preguntó Jorge –. ¡Ah! Diga, padre. Diga usted –. Escuchaba en
silencio y yo observaba con el rabillo del ojo como iba cambiando su
semblante –. Gracias por avisarme, padre.
– ¿Qué pasa, Jorge?
–, le pregunte alarmada ante la palidez de su rostro.
– Era el padre,
Fulgencio.
– Pero, ¿qué te ha
dicho, que te has quedado pálido?
– Ahora mismo te traigo
un whisky –, dijo alarmada Isabel, y se fue con rapidez hacia la
barra.
Jorge se quedó en
silencio mirándome. Podía ver como se le inundaban los ojos. Le
tome las manos.
– ¿Qué ha pasado?
– Un accidente
terrible... –, las lágrimas resbalaban por sus mejillas y la voz
se le enganchaba en su garganta reseca. Llegó Isabel con la copa de
whisky. Yo le hice señas para que se fuera, no era momento para
compartir con extraños.
– Han muerto todos...
–, bebió un pequeño sorbo y su cara se contrajo cuando el licor
pasó abrasando su silencio –. Todos. Todos muertos.
Yo no podía hacer mucho,
solo consolarle con caricias. Lo abracé y durante un rato estuvo
llorando sobre mi hombro. Notaba como temblaba entre mis brazos, como
un pajarillo caído del nido. Le susurraba al oído palabras de
tranquilidad. No recuerdo lo que le decía, solo recuerdo su perfume.
Olía a vitalidad, a ganas de vivir, mientras lloraba con el único
consuelo de mi abrazo. Tuve que haberme puesto en alerta ante aquella
aparente paradoja, pero solo podía sentir ternura. Estaba cayendo en
las arenas movedizas del amor, era consciente y no me resistía.
– Ayer enterraron en un
pueblecito de Toledo a mi antiguo maestro del colegio –, ya un poco
más repuesto, comenzó a hablar –. Estuve allí con mis antiguos
compañeros de clase. Como en nuestro pueblo están de fiestas
mayores, ha coincidido que todos estaban allí pasando unos días,
así que alquilaron un autobús para ir a despedir a nuestro más
entrañable profesor. Yo estaba ya en Madrid, comienzo mañana a
trabajar. He acudido desde aquí con mi coche –. Una pausa. Volvían
a asomar las lágrimas. Respiró hondo. Retuvo durante un momento el
aire en sus pulmones, logrando retener sus sentimientos tras el velo
de sus profundos ojos oscuros –. Ayer por la tarde, durante la
vuelta al pueblo, el autobús de mis amigos ha sufrido un accidente.
Se salió de la carretera, cerca del pueblo. Donde la montañita,
¿recuerdas las curvas de ese puertecillo? –
– No. Desde que salí
del pueblo a los diez años, no he vuelto.
– Es una curva bastante
traicionera, en el barranco del moro. El
autobús se ha ido hacia
abajo. Ha chocado contra unas rocas y se ha incendiado. Han
muerto todos... quemados –. No pudo resistir más, lloró como si
estuviera viendo arder a sus compañeros.
– Es una tragedia –.
No podía decir nada más. Los hombres para consolar no saben hacer
otra cosa que hablar y hablar. No comprenden que lo que se necesita
es solo el cálido silencio de una amiga. Volví a abrazarle, hasta
que él se repuso y comenzó a contarme el porqué de su visita.
– Todo tiene relación
con la cuestión que me ha traído de nuevo hasta ti. Lo que te voy a
contar parece un cuento chino, pero te aseguro que es por completo
cierto –. Observaba mi cara, como esperando ver aparecer la
incredulidad –. Te lo aseguro. Después podemos ir a mi casa y te
enseñaré las pruebas.
Me explicó que tenía
una fotografía del colegio donde tenía que aparecer un grupo de
escolares y sus profesores, pero solo se veía un grupo velado. Que
había ido al colegio para averiguar de que fotografía se trataba y
conseguir una sin defecto, pero se encontró con otra fotografía
igual, solo que aparecía un niño muy nítido y se podía distinguir
un sacerdote que iba desvelándose. En su fotografía también había
aparecido el niño y el sacerdote. Ahora, el padre Fulgencio le
había llamado para comunicarle el accidente y decirle que en la
fotografía aparecían todos menos él.
Después del rápido
repaso de todos los acontecimiento que le habían pasado en los
últimos seis días, debió de ver en mi cara el asombro. Notaba como
mis ojos estaban abiertos de par en par y a duras penas conseguía
tener la boca cerrada.
Me llevó a su casa.
Estaba nervioso, quería comprobar si en su fotografía aparecía
todo el grupo menos él. En cuanto llegamos a su piso se fue
corriendo hacía su habitación, dejándome sola en la entrada. Lo vi
salir.
– Pasa, pasa. Cierra la
puerta –, cerré la puerta y pasé al interior de aquel apartamento
minimalista. Por deformación profesional, tiendo a juzgar a las
personas por la decoración de sus casa. Jorge era una persona
simple, sin misterios. Su apartamento estaba vacío de cosas
superfluas. Algunas fotografías enmarcadas rompían el blanco de sus
paredes. Fotografías de personas en acciones diversas: un viejo
limpiabotas en las calles de una ciudad medio derruida por la guerra,
limpiando la bota de un casco azul; una vieja castañera en la plaza
del Sol … – ¡Mira, mira! También aparecen en la mía –.
Estaba muy alterado. Yo lo miraba sin acabar de entender su creciente
nerviosismo –. ¿No comprendes lo que significa? – Me encogí de
hombros y negué con la cabeza –. ¡Ahora solo quedo yo!, ¡todos
los demás han muerto!
– Bueno, pero eso solo
es una fatal casualidad.
– No, no. No lo has
entendido. Cada vez que alguien muere, aparece en la foto.
– ¿Y el cura? –,
dije como argumento que desmostaba su hipótesis –. Me has dicho
que todavía no ha muerto.
– Está en coma. Los
médicos no le dan más de dos semanas.
– Bueno. Coincidirás
conmigo que esto es un poco absurdo –. Intenté serenar el ambiente
poniendo un poco de racionalidad en todo aquel asunto–. Aún
aceptando que esta fotografía no muestra a los personajes vivos y
solo los muestra cuando mueren. ¡Uf! Me escucho y no puedo creerme
lo que acabo de decir.
– Yo tampoco, pero aquí
está la evidencia.
– Pero que solo quedes
tú, Jorge, no indica más que serás el próximo en morir – no me
dejo acabar mi razonamiento.
– ¿Te pare poco
importante? – Parecía ofendido.
– Todos hemos de morir,
Jorge. Serás el próximo, pero no sabemos cuando. Puede ser ahora
mismo o dentro de muchos años –. Se quedó en silencio. Valoraba
mi argumento.
– Tienes razón. Pero
todo ha ido tan rápido, que no puedo dejar de pensar que hay algo
más –. Se dejó caer en el sillón. Se quedó mirando al futuro
por la ventana. Al cabo de unos segundos me miró, y entonces
despertó de aquel trance –. Perdona mis modales. Siéntate, por
favor. ¿Quieres tomar alguna cosa?
– No te preocupes por
mi. Es natural que estés un poco ausente. ¿Te encuentras bien?
– Sí ... –.
Respondió maquinalmente, estaba pensando en otra cosa –. El padre
Fulgencio y yo habíamos pensado que tal vez tu padre supiera algo
más sobre este fenómeno. En el archivo del colegio había una
anotación del padre Antolínez, decía que tu padre había dicho que
la fotografía tenía un defecto.
– Mi padre tiene
alhzeimer. La mayoría del tiempo no sabe ni en el día en el que
está.
– Pero este tipo de
enfermos no recuerda lo que ha pasado hace diez minutos, pero sí el
pasado más lejano. Igual hay suerte y sabe algo.
– Bien. Podemos
intentarlo –. No me hacía mucha gracia molestar a mi padre con
cosas del pasado. Aun recordaba como había respondido el día de mi
cumpleaños. Pero veía tan desesperado a Jorge, pensé que podía
tranquilizarse al ver a mi padre y comprobar que todo era un cúmulo
de coincidencias –. Pero no puedo ir hasta el próximo sábado.
– Perfecto. Espero
estar todavía vivo para entonces –, lo dijo con una sonrisa, un
poco forzada, en su rostro. Trataba de animarse. Lo vi tan desvalido
… No sé muy bien como llegó a pasar, pero le miré a los ojos y
le besé. Un beso suave, primero, dulce y profundo después. Noté
como aquel pozo de arena me succionaba, ya me apretaba las caderas.
Yo sonreía de felicidad.
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