dimecres, 25 de gener del 2012

La fotografía velada Capitulo III.2




Capítulo III . 2

Aquel bar me gustaba. Conocía a Isabel, el alma del Bebol-Babel, desde niña. Era una mujer activa, inmune a la depresión. Su marido, el titular del bar, era un hombre que vivía en las nubes, de donde con toda seguridad sacaba sus ideas peregrinas. La última de estas ideas había sido abrir un bar Chill Out.
Eran tiempos duros. La crisis afectaba a muchos y había golpeado con el puño cerrado del paro a mi pobre amiga. Su marido, siempre surcando espacios siderales, era muy propenso a la melancolía. Isabel nunca pudo contar con él para traer un sueldo estable a la familia.
Cuando la despidieron de la fábrica de calcetines, creyó sentir el peso del mundo sobre sus espaldas. Dos niños pequeños y uno crecidito, el marido, con una hipoteca monstruosa por un cuchitril centenario en Lavapies. Pero Andrés, su marido, con toda la tranquilidad del mundo, le dijo que invirtieran el dinero del despido en un bar Chill Out.
Isabel, que no veía ninguna salida a su situación, empezó a considerar la última locura de su marido y me habló del proyecto. Yo les ayudé a encontrar un local que se traspasaba, "A un paso", en Argüelles. Un barrio tranquilo, seguro y céntrico. La idea no estaba mal. Un bar de ambiente relajado, destinado a una clientela con un estatus económico holgado. Podía funcionar. Hay gente para la cual la crisis significa enriquecimiento. Yo también vivo de ellos.
Colaboré con la decoración y me convertí en la socia capitalista de mi amiga. Una mala idea, pero la amistad, la verdadera amistad, no es un negocio.
Allí estaba, con una copa y La isla misteriosa. Recordando aquel que fue, sin él saberlo, mi primer amor. Resonaba todavía en mi cabeza su voz, aterciopelada y cálida, cuando leía los pasajes tranquilos y apasionada, cuando llegaba a los momentos más dramáticos.
Después de tantos años no sabía si podría reconocerle. Me ponía en alerta ante cualquier hombre que entraba en el bar. La mayoría eran carne de gimnasio, musculitos y tatuajes. ¡Dios mío! ¿Se habría convertido en uno de aquellos triunfadores tatuados con motivos que recordaban la estética nazi? No me gustan los tatuajes, los encuentro de mal gusto. Cuando veo alguien tatuado, pienso que necesita llamar la atención, que no pude ser él mismo y necesita ocultarse tras la apariencia del duro de moda.
Vi entrar un chico, no gran cosa, la verdad. Llevaba una rosa en la mano. Aire desenfadado. No parecía importarle la moda. Lo único que llamaba la atención era el color rojo de la montura de sus gafas.
Se paró a dos pasos de la puerta y observó alrededor. Paró sus ojos en mi y varió su posición para ver mejor el libro. Yo se lo mostré. Él sonrió y se dirigió rápido hacia mí.
– ¡Hola! ¿Julia Villaplana?
– Sí. ¿Tú eres...? –, no quería que se diera cuenta de que estaba nerviosa esperándolo.
– Jorge. Jorge Cordrac. Le habló el padre Fulgencio de mi visita.
– ¡Ah, sí! Casi lo había olvidado. He tenido mucho trabajo estos días y ya no recordaba la conversación –. Todo marchaba bien. Lo miraba y reconocía las suaves facciones de aquel niño. Y su voz... no había perdido su encanto.
– ¿Cómo se encuentra su padre? Me ha dicho el padre Fulgencio que está enfermo.
– No me recuerdas, ¿vedad?
– ¿Nos conocemos? – Hizo una pausa mientras me miraba con detenimiento –. Seguro que te recordaría. Perdona por el atrevimiento, pero eres una mujer bonita y no te habría olvidado.
– ¿Te tatúas? – Pobre, veía como se le abrían los ojos asombrado ante la pregunta que le hacía.
– ¿Perdona?
– Te preguntaba si llevas tatuajes.
– No. No me gustan –, me miraba con recelo –. ¿He de hacerme algún tatuaje para caerte bien?
– Prefiero lo natural, sin artificios –le miraba a los ojos –, los hombres también –. Noté un cierto rubor –. Estás muy pálido, ¿no tomas el sol? – Esta vez sus mejillas se encendieron. Me encantaba su inocencia, podía jugar con él a mi antojo. Pero decidí ser buena y no pasarme demasiado en aquel primer encuentro.
Si iba bien, guardaba el secreto deseo de volver a reencontrar aquel amor de la infancia. Me había marcado durante toda mi vida. No había conocido el amor desde entonces y ahora, a mis treinta y dos años, empezaba a creer que nunca volvería a estar enamorada. Y ¡de pronto!, había aparecido él. Fue un amor platónico. Durante mi adolescencia, separada de él, lo idealicé. Durante la universidad, mientras mis amigas se enamoraban de aquellos que más tarde fueron sus maridos, yo pasaba de relación en relación sin llegar a enamorarme. A todos mis novios los comparaba con el Jorge idealizado. Ninguno daban la talla. Comencé a odiarlo. Aquel niño tonto, gafotas y redicho me había hechizado y desde niña arrastraba aquel amor, como una maldición que no me dejaba encontrar otra pareja con la que poder compartir mi soledad. Ahora, cuando había comenzado a reconciliarme conmigo misma, a olvidarme del pasado y de ese amor de infancia. Ahora aparecía él. El auténtico. El genuino. ¿Resistiría la comparación con el modelo idealizado?
– ¡Oh, lo olvidaba! Esta rosa es para ti –. Se le notaba un poco incómodo, pero aun así, acertó con una salida airosa. No estaba mal. Un punto.
– ¿Llevas una rosa a todas tus citas? – De nuevo se encendieron sus mejillas. Empezaba a divertirme. No sabía si podría compararse con mi Jorge idealizado, pero era tan diferente a todos..., tan cándido. Dos puntos.
– Como ibas a traer un libro, he creído que lo apropiado era traer una rosa.
– ¿No recuerdas este libro? – Ahora lo miré con un cierto reproche.
– No, pero está claro que debería recordarlo –, aquello era como un jarro de agua fría. Estaba convencida que en cuanto viera el libro me recordaría. Menos dos puntos.
– Me lo regalaste tú –, se lo pasé abierto por la primera página, donde se podía leer su dedicatoria: «Para que no te olvides de aquel que te transportaba a mundos de aventuras.»
– ¡Vaya! ¡Éste es mi libro! – En su cara se dibujaba la sorpresa y la alegría de encontrar aquel libro. Después me miró con la incertidumbre dibujada en su cara, sin llegar a pronunciar una palabra. Y de nuevo cambió su cara, acababa de ver claro lo que había sucedido –. Había olvidado que te regalé el libro. Durante mucho tiempo, he pensado que lo había perdido. Lo cierto es que no te lo regalé a ti – puse una cara seria que debió de alarmarle –, quiero decir, que se lo regale a una niñita que venía a escuchar mis lecturas con sus amigas.
– Tenía diez años – respondí por instinto, como defendiéndome de la acusación de niñita, pero mientras lo decía lo pensaba, era cierto solo era una cría de diez años. De todas formas, menos tres puntos ¡Llamarme “niñita”!
– Yo estaba colado por tu amiga, ¿como se llamaba aquella rubia con trenzas? –, comencé a odiarlo. Menos siete puntos.
– Elisa.
– ¡Ah, sí! Elisa –. Lo dijo como relamiéndose con el recuerdo, el muy cerdo, y yo allí. Estúpido. Menos diez puntos.
– Ahora lo recuerdo todo. Como son las cosas..., se te van de la cabeza..., te crees que has perdido los recuerdos y de pronto ¡zas!, ¡ahí están! – El muy tonto se puso a reír, como si fuera una cosa cómica. ¡De mí ni se acordaba! Yo toda la vida enamorada de aquel idiota y él solo se acordaba de Elisa. Estaba apunto de ponerle un menos quince – . Elisa me dijo que le gustaría que te regalase el libro. No recuerdo muy bien, pero parece que te ibas del pueblo porque había fallecido tu madre. ¡Hou! Lo siento que poco tacto tengo –. Poco tacto, imbécil. Lo que eres es un cerdo creído. Menos veinte puntos de tacada.
– Toma tu libro –, lo dejé caer sobre su lado de la mesa. Tenía la completa seguridad de estar perforándolo con mi mirada.
– ¡Oh, gracias! – el muy canalla, encima me daba las gracias –. Ahora que lo vuelvo a tener, te lo quiero regalar a ti. Por favor, acéptalo.
– ¿Y eso por qué? – Ahora qué pretendía. ¿Se había dado cuenta de mi mirada y pretendía arreglar la situación?
– Entonces era un niño, bastante atontado, he de reconocerlo, y no me daba cuenta de como son las cosas en realidad. Tú amiga Elisa, solo era una niña mona, sin nada más... bueno no es del todo cierto, creo recordar que tenía algo más, ya había comenzado a desarrollarse. Mis hormonas no me dejaban ver el jardín. Si fuera ahora, te regalaría el libro y cambiaría la dedicatoria.
– ¿Qué escribirías?
– A mi mejor oyente, a la cual echaré de menos el resto de mi vida –. Aquel giro me desconcertaba.
– ¿Por qué ibas a echarme de menos toda tu vida?
– Sin saberlo, siempre he echado en falta una persona que compartiera mis aventuras, mis aficiones. ¿Recuerdas cuando leía aquellos libros de aventuras y escenificaba la narración?
– Sí, me gustaba oírte. Era como una película, como vivir la aventura.
– Cierto –, me miro a los ojos y me cogió de la mano – . Te había olvidado, pero mi subconsciente no. Ahora estoy contento por haberte encontrado.
– Acabas de ganarte una cena –. Todas las maldiciones que le había dicho y todas las torturas que había imaginado, se habían esfumado. Le hubiera besado allí mismo, pero Isabel vino a interrumpirnos.

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(próxima entrega el domingo 29 de enero)

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