Capítulo III . 2
Aquel bar me gustaba.
Conocía a Isabel, el alma del Bebol-Babel, desde niña. Era una
mujer activa, inmune a la depresión. Su marido, el titular del bar,
era un hombre que vivía en las nubes, de donde con toda seguridad
sacaba sus ideas peregrinas. La última de estas ideas había sido
abrir un bar Chill Out.
Eran tiempos duros. La
crisis afectaba a muchos y había golpeado con el puño cerrado del
paro a mi pobre amiga. Su marido, siempre surcando espacios
siderales, era muy propenso a la melancolía. Isabel nunca pudo
contar con él para traer un sueldo estable a la familia.
Cuando la despidieron de
la fábrica de calcetines, creyó sentir el peso del mundo sobre sus
espaldas. Dos niños pequeños y uno crecidito, el marido, con una
hipoteca monstruosa por un cuchitril centenario en Lavapies. Pero
Andrés, su marido, con toda la tranquilidad del mundo, le dijo que
invirtieran el dinero del despido en un bar Chill Out.
Isabel, que no veía
ninguna salida a su situación, empezó a considerar la última
locura de su marido y me habló del proyecto. Yo les ayudé a
encontrar un local que se traspasaba, "A un paso", en Argüelles.
Un barrio tranquilo, seguro y céntrico. La idea no estaba mal. Un
bar de ambiente relajado, destinado a una clientela con un estatus
económico holgado. Podía funcionar. Hay gente para la cual la
crisis significa enriquecimiento. Yo también vivo de ellos.
Colaboré con la
decoración y me convertí en la socia capitalista de mi amiga. Una
mala idea, pero la amistad, la verdadera amistad, no es un negocio.
Allí estaba, con una
copa y La isla misteriosa. Recordando aquel que fue, sin él
saberlo, mi primer amor. Resonaba todavía en mi cabeza su voz,
aterciopelada y cálida, cuando leía los pasajes tranquilos y
apasionada, cuando llegaba a los momentos más dramáticos.
Después de tantos años
no sabía si podría reconocerle. Me ponía en alerta ante cualquier
hombre que entraba en el bar. La mayoría eran carne de gimnasio,
musculitos y tatuajes. ¡Dios mío! ¿Se habría convertido en uno de
aquellos triunfadores tatuados con motivos que recordaban la estética
nazi? No me gustan los tatuajes, los encuentro de mal gusto. Cuando
veo alguien tatuado, pienso que necesita llamar la atención, que no
pude ser él mismo y necesita ocultarse tras la apariencia del duro
de moda.
Vi entrar un chico, no
gran cosa, la verdad. Llevaba una rosa en la mano. Aire desenfadado.
No parecía importarle la moda. Lo único que llamaba la atención
era el color rojo de la montura de sus gafas.
Se paró a dos pasos de
la puerta y observó alrededor. Paró sus ojos en mi y varió su
posición para ver mejor el libro. Yo se lo mostré. Él sonrió y se
dirigió rápido hacia mí.
– ¡Hola! ¿Julia
Villaplana?
– Sí. ¿Tú eres...?
–, no quería que se diera cuenta de que estaba nerviosa
esperándolo.
– Jorge. Jorge Cordrac.
Le habló el padre Fulgencio de mi visita.
– ¡Ah, sí! Casi lo
había olvidado. He tenido mucho trabajo estos días y ya no
recordaba la conversación –. Todo marchaba bien. Lo miraba y
reconocía las suaves facciones de aquel niño. Y su voz... no había
perdido su encanto.
– ¿Cómo se encuentra
su padre? Me ha dicho el padre Fulgencio que está enfermo.
– No me recuerdas,
¿vedad?
– ¿Nos conocemos? –
Hizo una pausa mientras me miraba con detenimiento –. Seguro que te
recordaría. Perdona por el atrevimiento, pero eres una mujer bonita
y no te habría olvidado.
– ¿Te tatúas? –
Pobre, veía como se le abrían los ojos asombrado ante la pregunta
que le hacía.
– ¿Perdona?
– Te preguntaba si
llevas tatuajes.
– No. No me gustan –,
me miraba con recelo –. ¿He de hacerme algún tatuaje para caerte
bien?
– Prefiero lo natural,
sin artificios –le miraba a los ojos –, los hombres también –.
Noté un cierto rubor –. Estás muy pálido, ¿no tomas el sol? –
Esta vez sus mejillas se encendieron. Me encantaba su inocencia,
podía jugar con él a mi antojo. Pero decidí ser buena y no pasarme
demasiado en aquel primer encuentro.
Si iba bien, guardaba el
secreto deseo de volver a reencontrar aquel amor de la infancia. Me
había marcado durante toda mi vida. No había conocido el amor desde
entonces y ahora, a mis treinta y dos años, empezaba a creer que
nunca volvería a estar enamorada. Y ¡de pronto!, había aparecido
él. Fue un amor platónico. Durante mi adolescencia, separada de él,
lo idealicé. Durante la universidad, mientras mis amigas se
enamoraban de aquellos que más tarde fueron sus maridos, yo pasaba
de relación en relación sin llegar a enamorarme. A todos mis novios
los comparaba con el Jorge idealizado. Ninguno daban la talla.
Comencé a odiarlo. Aquel niño tonto, gafotas y redicho me había
hechizado y desde niña arrastraba aquel amor, como una maldición
que no me dejaba encontrar otra pareja con la que poder compartir mi
soledad. Ahora, cuando había comenzado a reconciliarme conmigo
misma, a olvidarme del pasado y de ese amor de infancia. Ahora
aparecía él. El auténtico. El genuino. ¿Resistiría la
comparación con el modelo idealizado?
– ¡Oh, lo olvidaba!
Esta rosa es para ti –. Se le notaba un poco incómodo, pero aun
así, acertó con una salida airosa. No estaba mal. Un punto.
– ¿Llevas una rosa a
todas tus citas? – De nuevo se encendieron sus mejillas. Empezaba a
divertirme. No sabía si podría compararse con mi Jorge idealizado,
pero era tan diferente a todos..., tan cándido. Dos puntos.
– Como ibas a traer un
libro, he creído que lo apropiado era traer una rosa.
– ¿No recuerdas este
libro? – Ahora lo miré con un cierto reproche.
– No, pero está claro
que debería recordarlo –, aquello era como un jarro de agua fría.
Estaba convencida que en cuanto viera el libro me recordaría. Menos
dos puntos.
– Me lo regalaste tú
–, se lo pasé abierto por la primera página, donde se podía leer
su dedicatoria: «Para que no te olvides de aquel que te transportaba
a mundos de aventuras.»
– ¡Vaya! ¡Éste es mi
libro! – En su cara se dibujaba la sorpresa y la alegría de
encontrar aquel libro. Después me miró con la incertidumbre
dibujada en su cara, sin llegar a pronunciar una palabra. Y de nuevo
cambió su cara, acababa de ver claro lo que había sucedido –. Había
olvidado que te regalé el libro. Durante mucho tiempo, he pensado
que lo había perdido. Lo cierto es que no te lo regalé a ti –
puse una cara seria que debió de alarmarle –, quiero decir, que se
lo regale a una niñita que venía a escuchar mis lecturas con sus
amigas.
– Tenía diez años –
respondí por instinto, como defendiéndome de la acusación de
niñita, pero mientras lo decía lo pensaba, era cierto solo era una
cría de diez años. De todas formas, menos tres puntos ¡Llamarme
“niñita”!
– Yo estaba colado por
tu amiga, ¿como se llamaba aquella rubia con trenzas? –, comencé
a odiarlo. Menos siete puntos.
– Elisa.
– ¡Ah, sí! Elisa –.
Lo dijo como relamiéndose con el recuerdo, el muy cerdo, y yo allí.
Estúpido. Menos diez puntos.
– Ahora lo recuerdo
todo. Como son las cosas..., se te van de la cabeza..., te crees que has
perdido los recuerdos y de pronto ¡zas!, ¡ahí están! – El muy
tonto se puso a reír, como si fuera una cosa cómica. ¡De mí ni se
acordaba! Yo toda la vida enamorada de aquel idiota y él solo se
acordaba de Elisa. Estaba apunto de ponerle un menos quince – .
Elisa me dijo que le gustaría que te regalase el libro. No recuerdo
muy bien, pero parece que te ibas del pueblo porque había fallecido
tu madre. ¡Hou! Lo siento que poco tacto tengo –. Poco tacto,
imbécil. Lo que eres es un cerdo creído. Menos veinte puntos de
tacada.
– Toma tu libro –, lo
dejé caer sobre su lado de la mesa. Tenía la completa seguridad de
estar perforándolo con mi mirada.
– ¡Oh, gracias! – el
muy canalla, encima me daba las gracias –. Ahora que lo vuelvo a
tener, te lo quiero regalar a ti. Por favor, acéptalo.
– ¿Y eso por qué? –
Ahora qué pretendía. ¿Se había dado cuenta de mi mirada y
pretendía arreglar la situación?
– Entonces era un niño,
bastante atontado, he de reconocerlo, y no me daba cuenta de como son
las cosas en realidad. Tú amiga Elisa, solo era una niña mona, sin
nada más... bueno no es del todo cierto, creo recordar que tenía
algo más, ya había comenzado a desarrollarse. Mis hormonas no me
dejaban ver el jardín. Si fuera ahora, te regalaría el libro y
cambiaría la dedicatoria.
– ¿Qué escribirías?
– A mi mejor oyente, a
la cual echaré de menos el resto de mi vida –. Aquel giro me
desconcertaba.
– ¿Por qué ibas a
echarme de menos toda tu vida?
– Sin saberlo, siempre
he echado en falta una persona que compartiera mis aventuras, mis
aficiones. ¿Recuerdas cuando leía aquellos libros de aventuras y
escenificaba la narración?
– Sí, me gustaba
oírte. Era como una película, como vivir la aventura.
– Cierto –, me miro a
los ojos y me cogió de la mano – . Te había olvidado, pero mi
subconsciente no. Ahora estoy contento por haberte encontrado.
– Acabas de ganarte una
cena –. Todas las maldiciones que le había dicho y todas las
torturas que había imaginado, se habían esfumado. Le hubiera besado
allí mismo, pero Isabel vino a interrumpirnos.
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(próxima entrega el domingo 29 de enero)
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(próxima entrega el domingo 29 de enero)
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