dimecres, 11 de gener del 2012

La fotografía velada. Capítulo II. 3

Capítulo II. 3

Aquella mañana la brisa removía levemente las copas de los altivos árboles de La Moraleja. A mi antiguo condiscípulo, la vida le había sonreído, hasta que le hizo un guiño macabro y lo abandonó bajo varias toneladas de tierra y piedras.
Traspasé el control de seguridad, que estaba establecido al principio de la urbanización. Tuve la impresión de estar entrando en un recinto penitenciario de alto nivel, para ladrones de cuello blanco.
Tras circular por las arboladas calles de aquel ordenado recinto, localicé la casa. Una fachada de ladrillo imitando la rusticidad de la mampostería, pero con la elegancia de la meticulosa regularidad. Una fachada que se identificaba con la personalidad de sus moradores. Una fachada semejante a la de sus vecinas. Una fachada de burguesía de riqueza sobrevenida.
Se distinguía claramente de las demás, porque había un contenedor en su puerta, repleto de ropa masculina, de libros, de trofeos deportivos...
Atribuí la presencia de aquel contenedor a la desaparición del propietario de aquellos objetos. Pero no pude resistir el pensamiento: «¡Caramba!,¡ya están haciendo limpieza!».
Llamé a la puerta. Sonó el Big Ben. Una sirvienta filipina, con cofia, me abrió la puerta. Le di mi nombre y le dije que quería hablar con la dueña de la casa, que era amigo de la infancia de su difunto marido. Me pidió que esperara allí fuera, bajo la marquesina de la entrada. Volvió a cerrar la puerta. 
Quise creer que había ido a avisar a su señora, pero con el trascurso de los minutos comencé a dudarlo. Tanto esperé que comencé a hurgar entre los libros que había en el contenedor. La mayoría de ellos eran tratados de economía y empresa en inglés. Cuando dejamos el instituto, mi amigo Vicente se marchó a estudiar económicas y dirección de empresa a Oxford. Su padre era el propietario de una alfarería especializada en material de construcción. Con el bum inmobiliario se había hecho con bastante dinero y lo invirtió en la formación de su hijo. Mi amigo, a la vuelta de la City, donde estuvo trabajando en el mundo inmobiliario, comenzó a forjar un pequeño emporio que partió de la empresa familiar y fue ampliándose con otras empresas del sector. Hacia poco que su grupo empresarial había salido a cotizar en bolsa. Su última aventura empresarial trascurría por las turbulentas aguas del océano financiero.
La sirvienta abrió la puerta y puso cara de pocos amigos cuando me descubrió fisgando entre los despojos de un muerto. Para estas cosas, las orientales son muy sensibles.
Me hizo pasar. Su señora había accedido a recibirme y me estaba esperando. Sus ojos eras rasgados. Su tez, levemente hepática. Pero sus modales eran de una doncella británica, de las de antigua estirpe de servidores de la nobleza. 
Atravesamos la casa, por un corredor amplio, hasta llegar a la puerta de atrás. Daba a un amplio rectángulo de césped, rodeado por seto alto que lo separaba de los vecinos, y con una gran piscina al fondo. Ante la casa, bajo una marquesina, de mayores dimensiones que la de la entrada, había una mesa de cubierta de vidrio sobre una estructura de hierro forjado, con adornos florales lacados.
Allí me recibió la, que yo esperaba, desconsolada viuda. Vestía un escueto biquini blanco, que resaltaba sobre el bronce de sus opulentos senos. Un vaporoso  pareo, de colores pasteles, cubría insinuante las estilizadas curvas de sus largas piernas. Su cabello largo, sedoso, dorado, onduló movido por la oscilación de su cabeza cuando se quitó las gafas de sol, para darme un beso de bienvenida.
Mi cabeza se puso a ondular cuando aspiré el embriagador aroma de su perfume.
Comencé a lamentar la mala ventura de haber perdido a su marido, a mi amigo, a una edad tan temprana. Ella se puso tensa. Interpreté que estaba emocionada y me disculpé.
– Lo siento. Todavía es muy reciente. Seguro que estabais muy enamorados.
– ¡Enamorados! – Me sorprendió aquella exclamación – ¡Yo estaba muy enamorada! – La cosa no pintaba bien –. ¿Sabes que día era cuando murió?
– Veintiséis de julio... –, respondí con una cierta inseguridad. No sabía donde quería llegar a parar.
– Era el día de su cumpleaños –. No recordaba este dato –. Me dijo que no quería celebraciones, que total treinta y tres años no es una cifra tan especial.
– Es la edad de Cristo –, respondí maquinalmente.
– Pues se murió como Cristo – lo dijo con rabia –, pero en pecado.
– ¿Lo dices porque no le dio tiempo a confesarse? – No acababa de entender lo que le pasaba a aquella mujer. Su marido se había muerto de forma trágica y ella parecía como si le deseara todos los males: la condena eterna.


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(próxima entrega el 15 de enero)

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