dilluns, 2 de gener del 2012

La fotografía velada. Cap. I. 4

Capítulo I. 4

 
Mamá, quería enseñarte una foto que había entre las cosas de mi habitación.
Le enseñé la enigmática fotografía del colegio. Ella la tomo entre sus manos. La miro durante unos segundos. Luego encendió la luz de pié que había junto al sillón orejero del living. Resoplo. Sacó unas lentes de un bolsillo lateral del sillón. Cuando iba a colocárselas, hizo una pausa y, mirándome fijamente a los ojos, con voz callada me dijo – Ni se te ocurra decirle a nadie que uso gafas –.
Me eché a reír y abrazándola le di un beso. Cuando se puso las gafas, volvió a mirar la fotografía, y a resoplar – No puedo verla bien .
Toma, ni yo tampoco –, la tranquilicé. – Es como si el grupo de personas estuviera velado.
¡Uf! Menos mal –. Resopló aliviada. – Empezaba a creer que tenía cataratas.
Tú que vas a tener cataratas, si todavía eres muy joven! –. La había visto tan angustiada que me vi obligado a exagerar un poco la nota, para animarla.
No tanto, hijo mio. Ya no soy tan joven –. No le había oído hablar con ese desánimo desde la enfermedad de mi padre. – Por fuera me ves bien, pero por dentro los años van haciendo camino, como el agua que cala la tierra y la va agujereando como un queso de gruyer.
Pero mamá, tú eres una montaña y los años en ti escavan cuevas, adornadas de bellas estalactitas y estalagmitas, donde juega la luz y corren ríos de vida, a resguardo de la sequía del exterior –. La abracé. Por primera vez en mi vida la veía insegura, débil y vulnerable.
Calla adulador. ¿Qué ahora te vas a hacer poeta? – Volvió a mirar la fotografía como indicando que daba por finalizado su momento de flaqueza.
¿Recuerdas esta foto? –, le pregunté.
La verdad es que no recuerdo ninguna foto velada –. Se quedo pensando, – ¿Dices que estaba entre tus cosas?
Sí. ¿Recuerdas de que año puede ser? –. Seguí preguntando por si podía recordar alguna cosa que me sirviera para averiguar el curso del que se trataba.
Después de hablar durante un buen rato sobre mi etapa en aquel colegio de curas, de como le dieron el diploma de mejor estudiante al nieto de Morataya, porque era el propietario de la fábrica de cuchillos. Pero don Antonio... ¿te acuerdas de don Antonio? Pues don Antonio me dijo que te lo merecías tú, pero eras becario y los diplomas eran para los que pagaban.
No recordaba nada de aquello, me sonaba como la historia de otro. Mis recuerdos eran el de haber sido un estudiante mediocre, que con mucho esfuerzo lograba aprobar los cursos en junio, pero sin ningún hecho remarcable. Pero de don Antonio sí me acordaba, con cierta añoranza. Aquel maestro, no muy alto y delgado como quien lleva una vida de austeridades, era seglar en un colegio de curas. Desplegaba en el aula una atmósfera de cordialidad que le hacía más próximo. Tan diferente a los hermanos y curas que nos daban clase... Aquellos nos hacían sentir la presencia constante de aquel ojo que presidia el frontón de la fachada – Él lo ve todo. Lo sabe todo. No podéis ocultarle nada, ni vuestros pensamientos–, nos decían los profesores eclesiásticos.
Don Antonio creaba en el aula una burbuja libre de la observación de los curas y del ojo omnipresente. Nos leía novelas de aventuras. El viaje de un intrépido adolescente que se embarca, a la búsqueda del tesoro de un famoso pirata - sin saberlo -, con la antigua tripulación de aquel pirata. En aquella aula, don Antonio, el maestro, había creado un mundo de libertad donde todo podía ser posible, donde vivíamos las mayores aventuras, donde viajábamos por la misteriosa India, descendíamos hasta el centro de la tierra para luego elevarnos hacia las cimas del mundo y sumergirnos en lo más profundo del mar.
Recordaba con cariño aquel maestro. Fue la voz de mis primeras lecturas. Por él me gusta leer, y leer en voz alta. Por él hice gallos en un ensayo del coro del colegio, porque me coincidía con la clase de lectura. Don Antonio nos estaba leyendo las aventuras de un joven, enamorado hasta la falta de sensatez, que perseguía por el Amazonas a unos malhechores que habían secuestrado a una hermosa princesa india, a la que había jurado amor eterno. Yo era aquel joven, y la princesa india era una vecina, algo mayor, cuya falta de belleza era suplida por la hermosura de sus pechos, imanes para mis ojos. Con cuanto gusto recibí el destierro del hermano cantor, cuando como el arcángel con la espada de fuego en sus ojos me dijo – Tú eres el que desafina. ¡Fuera de mi coro! ¡Vuelve a clase! –. No sabía él que para mi el paraíso estaba al este del edén. Mi tierra prometida era aquella aula donde podía vivir las aventuras que la realidad me negaba.
Mi madre me arrancó de aquel remanso de paz con un recuerdo un tanto sorprendente.
Ahora recuerdo que un año me enfadé mucho con los curas: habían quedado con un fotógrafo del pueblo – un tal Villaplana, que le había hecho una pasada a tu padre –, y sin avisar a las madres, un día fue al colegio y os hizo toda clase de fotografías – hizo una pequeña pausa, para mantener la tensión y recomponer su aspecto más indignado –. Os hicieron las fotos sin peinar ni arreglar, con el mismo vestido de todos los días. ¡Y el sinvergüenza encima pretendía cobrar mil pesetas! –. Inmediatamente aclaró la relatividad del precio –. Mil pesetas de las de antes! No las de antes del euro, no. De las de cuando tu eras pequeño y tu padre no llegaba a cobrar veinte mil pesetas al mes.
Un timo, vamos! –, contesté mecánicamente.
Pues eso mismo dije yo –, dirigió la mirada hacia la ventana, como si a lo lejos pudiese contemplar la escena –, y no le pagué.
Aquella si que era toda una novedad. La señora Jacoba, que enarbolaba la bandera de la honradez, indicando a todo el mundo el camino de la rectitud, ahora resulta que dejó de pagar una factura por venganza.
No me juzgues tan duramente, hijo, que no sabes de la misa ni la mitad.
¡Pero, mamá, no pagaste las fotografías! – la miraba más con perplejidad que con dureza –. No me lo esperaba de ti. Tú siempre nos dijiste aquello de “Pobres pero honrados”.
No fue exactamente así –, en su mirada podía adivinar la indignación por mis recriminaciones –. Fui a hablar con los curas y expresar mi disgusto. Ellos se mofaron de mí. Me dijeron que como eramos pobres comprendían que no nos viniese bien hacer el gasto, pero que no hacía falta cuestionar su forma de hacer las cosas, que eso era pecado de vanidad. Te das cuenta! Encima me acusaban de ser una vanidosa –, para mi sorpresa, se puso a sonreír –. Entonces tuve como una inspiración divina, yo creo que fue la virgen quien me sugirió la idea. Les dije : Está bien, que venga el fotógrafo a mi casa y mi marido le pagará –
Tras esta frase, con aquella irónica sonrisa en los labios, guardó silencio mientras de nuevo dirigía su mira hacia la ventana.
  • ¿Y que pasó cuando fue a hablar con papá? – la pregunta era una mera formalidad, ella la estaba esperando. De hecho, la pausa, el silencio, la mirada por la ventana, todo era pura teatralización. La inclinación hacia el drama de doña Jacoba era legendaria.
    (próxima entrega el 4 de enero)

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