Capítulo I. 4
– Mamá,
quería enseñarte una foto que había entre las cosas de mi
habitación.
Le enseñé la enigmática
fotografía del colegio. Ella la tomo entre sus manos. La miro durante
unos segundos. Luego encendió la luz de pié que había junto al
sillón orejero del living. Resoplo. Sacó unas lentes de un bolsillo
lateral del sillón. Cuando iba a colocárselas, hizo una pausa y,
mirándome fijamente a los ojos, con voz callada me dijo – Ni se te
ocurra decirle a nadie que uso gafas –.
Me eché a reír y
abrazándola le di un beso. Cuando se puso las gafas, volvió a mirar
la fotografía, y a resoplar – No puedo verla bien .
– Toma,
ni yo tampoco –, la tranquilicé. – Es como si el grupo de
personas estuviera velado.
– ¡Uf!
Menos mal –. Resopló aliviada. – Empezaba a creer que tenía
cataratas.
– Tú
que vas a tener cataratas, si todavía eres muy joven! –. La había
visto tan angustiada que me vi obligado a exagerar un poco la nota,
para animarla.
– No
tanto, hijo mio. Ya no soy tan joven –. No le había oído hablar
con ese desánimo desde la enfermedad de mi padre. – Por fuera me
ves bien, pero por dentro los años van haciendo camino, como el agua
que cala la tierra y la va agujereando como un queso de gruyer.
– Pero
mamá, tú eres una montaña y los años en ti escavan cuevas,
adornadas de bellas estalactitas y estalagmitas, donde juega la luz y
corren ríos de vida, a resguardo de la sequía del exterior –. La
abracé. Por primera vez en mi vida la veía insegura, débil y
vulnerable.
– Calla
adulador. ¿Qué ahora te vas a hacer poeta? – Volvió a mirar la
fotografía como indicando que daba por finalizado su momento de
flaqueza.
– ¿Recuerdas
esta foto? –, le pregunté.
– La
verdad es que no recuerdo ninguna foto velada –. Se quedo pensando,
– ¿Dices que estaba entre tus cosas?
– Sí.
¿Recuerdas de que año puede ser? –. Seguí preguntando por si
podía recordar alguna cosa que me sirviera para averiguar el curso
del que se trataba.
Después de hablar
durante un buen rato sobre mi etapa en aquel colegio de curas, de
como le dieron el diploma de mejor estudiante al nieto de
Morataya, porque era el propietario de la fábrica de cuchillos. Pero
don Antonio... ¿te acuerdas de don Antonio? Pues don Antonio me dijo
que te lo merecías tú, pero eras becario y los diplomas eran para
los que pagaban.
No recordaba nada de
aquello, me sonaba como la historia de otro. Mis recuerdos eran el de
haber sido un estudiante mediocre, que con mucho esfuerzo lograba
aprobar los cursos en junio, pero sin ningún hecho remarcable. Pero
de don Antonio sí me acordaba, con cierta añoranza. Aquel maestro,
no muy alto y delgado como quien lleva una vida de austeridades, era
seglar en un colegio de curas. Desplegaba en el aula una atmósfera
de cordialidad que le hacía más próximo. Tan diferente a los
hermanos y curas que nos daban clase... Aquellos nos hacían sentir
la presencia constante de aquel ojo que presidia el frontón de la
fachada – Él lo ve todo. Lo sabe todo. No podéis ocultarle nada,
ni vuestros pensamientos–, nos decían los profesores
eclesiásticos.
Don Antonio creaba en el
aula una burbuja libre de la observación de los curas y del ojo
omnipresente. Nos leía novelas de aventuras. El viaje de un
intrépido adolescente que se embarca, a la búsqueda del tesoro de
un famoso pirata - sin saberlo -, con la antigua tripulación de
aquel pirata. En aquella aula, don Antonio, el maestro, había creado
un mundo de libertad donde todo podía ser posible, donde vivíamos
las mayores aventuras, donde viajábamos por la misteriosa India,
descendíamos hasta el centro de la tierra para luego elevarnos
hacia las cimas del mundo y sumergirnos en lo más profundo del mar.
Recordaba con cariño
aquel maestro. Fue la voz de mis primeras lecturas. Por él me gusta
leer, y leer en voz alta. Por él hice gallos en un ensayo del coro
del colegio, porque me coincidía con la clase de lectura. Don
Antonio nos estaba leyendo las aventuras de un joven, enamorado hasta
la falta de sensatez, que perseguía por el Amazonas a unos
malhechores que habían secuestrado a una hermosa princesa india, a
la que había jurado amor eterno. Yo era aquel joven, y la princesa
india era una vecina, algo mayor, cuya falta de belleza era suplida
por la hermosura de sus pechos, imanes para mis ojos. Con cuanto
gusto recibí el destierro del hermano cantor, cuando como el
arcángel con la espada de fuego en sus ojos me dijo – Tú eres el
que desafina. ¡Fuera de mi coro! ¡Vuelve a clase! –. No sabía él
que para mi el paraíso estaba al este del edén. Mi tierra prometida
era aquella aula donde podía vivir las aventuras que la realidad me
negaba.
Mi madre me arrancó de
aquel remanso de paz con un recuerdo un tanto sorprendente.
– Ahora
recuerdo que un año me enfadé mucho con los curas: habían quedado
con un fotógrafo del pueblo – un tal Villaplana, que le había
hecho una pasada a tu padre –, y sin avisar a las madres, un día
fue al colegio y os hizo toda clase de fotografías – hizo una
pequeña pausa, para mantener la tensión y recomponer su aspecto más
indignado –. Os hicieron las fotos sin peinar ni arreglar, con el
mismo vestido de todos los días. ¡Y el sinvergüenza encima
pretendía cobrar mil pesetas! –. Inmediatamente aclaró la
relatividad del precio –. Mil pesetas de las de antes! No las de
antes del euro, no. De las de cuando tu eras pequeño y tu padre no
llegaba a cobrar veinte mil pesetas al mes.
– Un
timo, vamos! –, contesté mecánicamente.
– Pues
eso mismo dije yo –, dirigió la mirada hacia la ventana, como si a
lo lejos pudiese contemplar la escena –, y no le pagué.
Aquella si que era toda
una novedad. La señora Jacoba, que enarbolaba la bandera de la
honradez, indicando a todo el mundo el camino de la rectitud, ahora
resulta que dejó de pagar una factura por venganza.
– No
me juzgues tan duramente, hijo, que no sabes de la misa ni la mitad.
– ¡Pero,
mamá, no pagaste las fotografías! – la miraba más con perplejidad
que con dureza –. No me lo esperaba de ti. Tú siempre nos dijiste
aquello de “Pobres pero honrados”.
– No
fue exactamente así –, en su mirada podía adivinar la indignación
por mis recriminaciones –. Fui a hablar con los curas y expresar mi
disgusto. Ellos se mofaron de mí. Me dijeron que como eramos pobres
comprendían que no nos viniese bien hacer el gasto, pero que no
hacía falta cuestionar su forma de hacer las cosas, que eso era
pecado de vanidad. Te das cuenta! Encima me acusaban de ser una
vanidosa –, para mi sorpresa, se puso a sonreír –. Entonces tuve
como una inspiración divina, yo creo que fue la virgen quien me
sugirió la idea. Les dije : Está bien, que venga el fotógrafo a mi
casa y mi marido le pagará –
Tras esta frase, con
aquella irónica sonrisa en los labios, guardó silencio mientras de
nuevo dirigía su mira hacia la ventana.
- ¿Y que pasó cuando fue a hablar con papá? – la pregunta era una mera formalidad, ella la estaba esperando. De hecho, la pausa, el silencio, la mirada por la ventana, todo era pura teatralización. La inclinación hacia el drama de doña Jacoba era legendaria.(próxima entrega el 4 de enero)
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada