Capítulo I. 3
Mi madre siempre ha sido
muy amiga de celebrar la onomástica, lo justifica argumentando que
es más fácil consultar el día del santo que recordar en el que
nació esa persona. Resulta lógico. Representa un ahorro en el
almacenamiento de la memoria, no hay necesidad de asociar el nombre
de una persona querida con la fecha de su nacimiento, solo hay que
consultar el calendario con una semana de antelación, por si es el
santo de algún conocido. Pero, en realidad mi madre no lo hace por
economía neuronal, ni por pragmatismo. Con esta costumbre, trata de
ocultar el hecho más relevante: va haciéndose mayor.
Por esa razón, tampoco
quiere celebrar los cumpleaños de los hijos ni de los nietos, porque
con ello cobra conciencia del paso del tiempo. Su espíritu todavía
es joven y le gusta salir con las amigas a bailar, por todas las
fiestas de la tercera edad que se celebran en la comarca. El INSERSO
no organiza bastantes viajes para ella.
Pero
el día de 25 de Julio está en su casa. Desde una
semana antes ha estado engalanándola. Ha preparado hasta el más
ínfimo de los detalles. Y en el comedor ─ que permanece cerrado
durante todo el año, y solo se abre para celebraciones muy
importantes ─ ha preparado la mesa grande, cubierta por la
mantelería de hilo egipcio, la cubertería de plata, la vajilla de
porcelana de Santa Clara y la cristalería de Bohemia. Y desde las
diez y veintitrés de la mañana, ni un minuto antes, espera la
llegada de la familia. Las amistades irán apareciendo por la tarde,
a partir de las cinco.
¿Por qué a esa hora tan
inusual, y veintitrés minutos? A esa hora se le apareció al Apóstol
Santiago la Virgen María sobre un pilar en Zaragoza, no soy yo más
que la Virgen y no apareceré antes ─ responde invariablemente ─.
La misma razón por la que no abre la puerta antes de esa hora.
Así, que doña Jacoba,
ese es su nombre, abre las puertas de su tabernáculo particular con
la pompa con la que se abren las puertas de Santiago en el Año
Santo. Pero sin el botafumeiro, que la buena señora no permite que
nadie fume en su casa. Alega que a Dios le gusta el aire puro, que si
le gustara el humo y el ambiente enrarecido habría creado el mundo
como una especie de casino lleno de humos y olores a refritos.
Soy el benjamín de una
amplia familia de hermanas y cuñados. Tres hermanas, que como tres
amazonas feudales, habían llegado ya, acompañadas de sus
respectivas mesnadas, a rendir homenaje a la reina del castillo.
Cuando llegué con mi alegría habitual, riendo como un papa Noël en
verano, mientras repartía golosinas entre las hordas de mis
sobrinos, y la maldición de mis cuñados:
– Ya
está aquí el tío enrollado. Después, nosotros somos los ogros
porque no les dejamos comer chucherías.
– Pues
no se lo prohibáis! –, les contesté con lógica aplastante. El
problema no soy yo, es esa manía que adquieren los padres con el
cargo de prohibir a sus hijos comer gominolas y mascar chicle.
– ¿Les
pagarás tú la ortodoncia? –, me contesto Alberto, uno de mis
cuñados.
– No,
por Dios –, contesté con rapidez. – ¿Que mal han hecho estos
pequeños para merecer tal tortura? – este es un tema al cual soy
muy sensible. Lleve ortodoncia durante mi adolescencia. La señora
Jacoba se había empeñado en que mis dientes necesitaban de
corrección y me sometió a un severo correctivo. Durante cuatro años
lleve una serie de prótesis dentales que minaron la seguridad en mi
mismo y mi proyección social. Pasé a ser conocido por varios sobre
nombres, siendo el de dientes de plata el más benévolo de todos
ellos. Lleve aquellos artilugios con la resignación de un penitente.
Era consciente que con aquello me ganaba el cielo, o una próxima
vida más plácida. Tras aquellos cuatro años de tortura dental
continuada, los dientes fueron volviendo a su lugar: apiñados y con
un cierto desorden que ja forma parte de mi personalidad.
Pero
no podía perder mucho tiempo en disquisiciones
con mis cuñados, ni lo deseaba, ya que su majestad, Jacoba I,
reclamaba mi presencia sin mayor dilación. Llegue al salón del
trono entre el séquito de sobrinos más pequeños, que no se
despegaban del tío simpático con bolsillos mágicos, de donde
siempre salían golosinas, como si fuesen cuernos de la abundancia.
Sobrinos de tierna edad que desconocían las consecuencias de una
alteración del severo protocolo de la reina de corazones.
– ¡Niños,
parad! –, los pequeños enmudecieron ante el tono seco y tajante de
aquella orden inapelable, – Dejad que vuestro tío se acerque a
saludar a su madre, de la que ya no se acuerda –, iba a
recriminarle que nunca estaba en casa cuando yo pasaba a verla, –
¡Crees que estas son horas de llegar! ¡La una y diez! Más tarde y
no llegas.
Ahora ya no podía
recriminarle nada, tenía que pasar a una táctica defensiva. Sopesé
la posibilidad de justificarme con el tráfico, pero finalmente opté
por una evasiva. Mientras hacia una serie de ondulaciones con la
mano, a modo de pleitesía, mientras me inclinaba, saqué de bajo de
la chaqueta, donde llevaba camuflada una orquídea.
– Mi
señora, no enarbolaré ninguna escusa en mi defensa, solo ruego
toméis este pequeño presente, como muestra de mi amor y afecto –.
Mi madre siempre a tenido debilidad por lo teatral y esta
escenificación le conmovió.
– Ven
aquí, zalamero, y da un beso a tu pobre madre que se desvive
pensando en ti.
– Pues
este año he pasado tres veces para saludarte y estabas de viaje con
las amigas –, por fin había surgido la ocasión. Ahora era ella la
que pasaba a la defensiva.
– Son
esas amigas que tengo... , siempre me están diciendo de salir... no
puedo estar siempre negándome... Bueno y que aun soy joven y el
mundo es grande y la vida es para vivirla –, la buena señora había
pasado de la inseguridad, justificando sus viajes, a una postura
altiva, retando a todos los que nos encontrábamos allí, – ¿O es
que ahora queréis controlar mi vida?
– Haces
muy bien, mama. Viaja cuanto te plazca y pásatelo bien que ya has
sufrido bastante en esta vida –. Todos los adultos presentes
corearon la aprobación a mis palabras, no querían ni por un momento
cuestionar las decisiones de mi madre. Siempre era mejor que
estuvieses ocupada en sus viajes que controlando la vida de su
familia.
Tras aquella escena tan
hogareña, la mañana fue transcurriendo dentro del protocolo:
saludos a las hermanas y los cuñados, a los cuales había privado
del privilegio de mi compañía desde las navidades pasadas.
Privilegio que ellos saboreaban, principalmente durante la sobremesa,
con metódica disciplina iban alternándose para criticar mi forma de
vida y mi concepción del universo. Disfrutaban con ello.
Con el tiempo había
llegado a comprender a aquellos atletas del balompié televisivo, que
habían desarrollado unos abdominales de cervecero olímpico. No
disfrutaban con el debate, ni tenían nada personal contra mí, solo
me criticaban para justificar su propia decrepitud. En mí tenían
que ver un ser decadente y sin principios, o por lo contrario se
hubieran sentido obligados a reconocer su fracaso. Habían renunciado
a los sueños de juventud por unas vidas anodinas, con unas esposas,
también con sus sueños frustrados, que les recordaban
incesantemente su obligación para con unos hijos a los que había
que educar en los buenos modales y respetando el orden. Educando y
luchando contra los mensajes contradictorios de la sociedad, donde
triunfan los broncas y los que usan prácticas inmorales.
Tanto mis hermanas como
mis cuñados, veían en mí lo que podían haber sido ellos. Una
persona independiente, que no tenía que rendir cuentas a nadie, que
ha podido trabajar en aquello que le gusta, que nunca ha tenido que
renunciar a sus sueños por un amor, por una familia. Realmente
envidiaban mi forma de vida, pero reconocerlo era tanto como aceptar
el fracaso personal.
Yo había llegado a
captar esta idea inconfesable. Después de años de sobremesas
enojosas, de palabras como estocadas lanzadas en el fragor de la
batalla dialéctica y la desazón que produce en el cuerpo el
comecome, de aquellas palabras pronunciadas con toda la intención de
herir a las personas que más cerca llevas en tu corazón.
Ahora seguía un
protocolo en el cual ayudaba a mis cuñados a hacer mofa de mi estilo
de vida y hacía una declaración muy sentida de mi envidia por su
forma de vida. Durante la sobremesa me transmutaba en un ferviente
defensor de la familia, como institución básica de la sociedad y
meta hacia la que hay que encaminar la vida de todo bicho viviente.
Tras lo cual, representaba mi papel de hombre fracasado por no haber
conseguido lo que mis hermanas y cuñados tenían.
Ahora ellos eran los que
me tenían lástima y me consolaban dándome ánimos, – Verás como
todavía conoces al amor de tu vida –.
Pero esta estrategia
también tiene sus riesgos. De tanto en tanto, más frecuentemente
tras las celebraciones familiares, mis hermanas me preparan citas con
sus amigas, y mis cuñados con las que hubieran querido que fueran
sus amigas.
En todo caso hay que
actuar con mucho cuidado. No puedo ser desconsiderado, ya que después
puedo sufrir las consecuencias de la familia. He de desanimarlas
sutilmente, sin que se note que no tengo ganas de relaciones largas y
duraderas. Por eso son siempre ellas las que me dejan por pesado y
obsesivo. Pero mejor pasar por un desesperado por encontrar pareja
que por un soltero celoso de su independencia.
Así, trascurrida la
comida y la sobremesa, con la lamentación de mi soltería y el
consiguiente consuelo de mis cuñados y hermanas, pude tener unos
momentos a solas con mi madre.
(próxima entrega el 2 de enero)
(próxima entrega el 2 de enero)
Genial la escena hogareña, uno casi se cree caminando y comiendo entre esa familia.
ResponEliminaEl anterior capítulo lo encontré un poco forzado (aunque no se decirte exactamente en que), pero este es genial. Me gusta ese aire familiar y costumbrista en el que flota de manera casi imperceptible el hilo de la foto misteriosa.