dijous, 3 de gener del 2013

Un cuento de Navidad II

En Català

II

El toro en su éxodo va hacia el sur, donde llega en primavera, va de masía en masía ofreciéndose para cualquier trabajo. Le preguntan por su experiencia

‒ Yo siempre he hecho de toro de pesebre de Navidad

‒ Aquí los pesebres de Navidad los hacemos con figuritas de barro... Figuritas pequeñas..., así cada uno monta el pesebre en su casa. Quizá alguien los hace más grandes..., pero siempre con figuras de barro.

‒ ¿No montan pesebres viviente? En Corbera del Llobregat, de donde vengo, se organizan desde hace muchos años, con un gran éxito de visitantes. Es un negocio para las tiendas del pueblo.

‒ Es posible, pero aquí no se montan.

‒ ¿Y si empezaran este año?

‒ Se podría hacer, no digo que no, pero en todo caso no pondremos ningún toro.

‒ ¿Por qué?

‒ Por orden del Papa de Roma.

‒ ¿Y no necesitan un toro por nada más?

‒ No sé. ¿Qué sabes hacer?

‒ Ya se lo he dicho, de toro de pesebre de Navidad.

‒ Aquí no montamos pesebres vivientes.

Esto es una pérdida de tiempo, piensa que este masovero no está en sus cabales o quiere deshacerse de él.

‒ ¿Y de semental? ‒ se le ha ocurrido de pronto, él es un macho con muy buena planta, seguro que su semilla será valorada. Ya se ve viviendo como un maharajá: comiendo y cubriendo hembras, sin ninguna otra preocupación.

‒ ¿Semental de toro de pesebre de Navidad? ‒, pregunta incrédulo el masovero ‒. ¿Y para qué querría más toros de pesebre de Navidad si están prohibidos?

El pobre toro baja la cabeza y continúa su camino hacia el sur. Cuando se hace de noche, en lo alto de un cerro, da un mugido a la luna llena, largo y melancólico, como el aullido de un lobo solitario llamando inútilmente a sus compañeros de camada, abatidos por las bandadas de cazadores furtivos.

Caminando siempre hacia el sur, evitando  las grandes ciudades, llega a una dehesa. En un manto de hierba fresca, junto a un río que corre riendo mientras juega con las piedras, hay un ganado de toros que pace tranquilamente bajo la vigilancia de su pastor, que yace bajo un algarrobo. Se dirige hacia el hombre y le ofrece sus servicios. El pastor lo mira por todos los lados, le palpa las patas, le mira los dientes y comprueba la dureza y el tamaño de sus cuernos.

‒ ¿Y que sabes hacer? ‒ le pregunta el pastor.

‒ Lo que usted mande ‒, a base de fracasos, ha ido aprendiendo la lección. Ha decidido no contar nunca más su historia personal. Ya le ha quedado claro que nadie quiere saberse nada de un toro de pesebre de Navidad ‒. Sabré hacer cualquier cosa. Usted no ha de padecer por nada.

‒ Bien. Te probaré. ¿Ves aquel toro de manchas blancas en la falda?, ¿hacia las patas de atrás? Sé su sombra. Ve donde él vaya y haz lo que él haga ‒. Hace una pausa mientras le mira fijamente a los ojos  ‒. ¡Es Ratón! ¡Es la estrella de los correbous!

El toro de pesebre de Navidad no sabe que quiere decir eso de correbous; sin embargo, la admiración que demuestra el pastor por este Ratón es tan evidente que decide aprender de él el oficio de correbou.

Ratón es un toro vanidoso, que no se lleva bien con nadie de la manada. Él es la estrella, lo sabe y quiere que todo el mundo se lo reconozca. No ha aceptado de buen grado la presencia del toro de pesebre de Navidad y lo hace patente en todo momento.

‒ ¡Quita de mi lado!, apestas a pesebre ‒. Le lanza como un escupitajo estas palabras que rezuman menosprecio. El toro de pesebre de Navidad las recibe como la mordedura de una víbora, que le inocula el veneno de la desconfianza.

Así va pasando el tiempo hasta que llega el gran día. El día de su debut en la arena, en realidad en el asfalto. Hace su entrada en el mundo del espectáculo taurino, un viernes por la noche, en un pueblecito perdido entre el bosque de naranjos de la huerta valenciana. El ganadero le da el dudoso honor de abrir la velada. En el cartel lo han bautizado con el nombre de Karabu, en recuerdo de una deidad babilónica con forma de toro alado. La imaginación del ganadero le ha dibujado como un toro con alas y garras de león, que lanzaba fuego por el hocico y por los cuernos, con ojos rojos y fauces de león, con los dientes chorreando sangre.

‒ Karabu te toca ‒ lo llama el ganadero. Lo lleva junto a la barrera, le pone una cuerda entre los cuernos y lo conduce hacia la plaza.

‒ Apestas a pesebre ‒,  cuando sale del corral, oye la despedida de Ratón.

Lo ponen entre dos barreras, con una puerta delante y otra detrás, no puede moverse. Lo han encajonado.

En la plaza del pueblecito perdido entre naranjos se hace un silencio pegajoso, donde se oye el latir de la expectación de un público anhelante de fuego y sangre. Le ponen unas bolas de alquitrán en los cuernos. El corazón de Karabu también late con la fuerza de la incertidumbre, no sabe que debe hacer, ha seguido a Ratón a todas partes, pero este no le ha hablado nunca del oficio, nada más ha recibido menosprecio.

Trata de serenarse. El silencio le ayuda a concentrar su atención en lo que le rodea. En los detalles reencuentra la calma. Ve delante una plaza rodeada de barreras y graderías donde trepa la gente. En el centro de la plaza, una fuente rodeada por un tablado, allí también hay algunas personas. Dentro de la plaza, ve a la gente  mirando hacia él, pero dispuestos a salir corriendo en dirección contraria a la menor señal de alarma.

De pronto aparece un joven con una antorcha. Se la acerca a los cuernos. Una luz intensa, más intensa que la del ángel anunciador, lo ciega. El mundo ha desaparecido, no ve nada. El silencio abrumador de hace un instante, se ha transformado en un estallido de ruido ensordecedor. Siente una punzada en la grupa que le atraviesa la carne hasta tocar el hueso. Es como un hierro candente devorándole la carne.

Como una reacción mecánica, sale propulsado del cajón hacia la nada. Ciego, ensordecido, aturdido. No sabe donde se encuentra. No recuerda el aspecto de la plaza, la situación de la gente, de las barreras, del tablado, de la fuente. Detiene su loca carrera. Cierra los párpados para no ver aquel resplandor que le hace daño en los ojos. Trata de poner calma en medio de aquella tempestad, pero de pronto le acomete una nueva ola de pinchazos y garrotazos. Empieza de nuevo a correr de un lado a otro, en un intento inútil de huida. Tire por donde tire, en todos los lugares le espera el dolor. Corre sin sentido hasta que cae, una..., dos..., hasta cinco veces resbala en el asfalto mojado de agua y sangre. Las patas de atrás ya no le responden. La última vez que cae ya no se levanta. Piensa que no vale la pena volver a correr como un loco, si no hay posibilidad de huida. Decide esperar la muerte allí mismo, no les va a dar la oportunidad de gozar con su sufrimiento.

Al ver que el toro no se levanta del suelo, el jefe del espectáculo decide retirarlo y sacar el siguiente. Apagan las bolas que aún queman en sus cuernos y lo arrastran hacia el corral.

‒ No deberías haber dejado el pesebre ‒, le dijo Ratón.

‒ Yo no quería dejarlo. Fue el Papa quien me desahució, quien me despidió de mi trabajo sin ninguna indemnización por los años de servicio, sin ninguna recomendación para otro trabajo, sin posibilidad de sobrevivir.

Esta noche, Ratón ha bajado los humos de estas gestes furibundas, veinte heridos leves, seis graves y uno muy grave que se han llevado a urgencias del hospital de la capital.

El futuro que se le dibuja a Karabu tampoco es halagüeño. Herido y demostrada su mansedumbre, el ganadero ha decidido llevarlo al matadero.

Pero incluso en el infierno hay almas caritativas. Una organización ecologista, preocupada por los derechos de los animales, ha enviado un comando de rescate. Son unos cinco jóvenes, que se juegan la vida en una fiesta de estas características, no delante del toro, sino delante de los bestias que infringen tal tortura a los pobres animalitos. Este comando de altruistas paga al ganadero el rescate del reo.

El toro, que vuelve a ser toro de pesebre de Navidad, no tiene ningún esperanza. Ya se ve en el matadero acabando su sufrimiento. Recuerda aquella plegaria de los católicos que dice que esta vida es un valle de lágrimas, y él tiene ganas de dejar de llorar.

Se dejar llevar. Sube al camión de aquellos jóvenes activistas, como quien sube al patíbulo: con melancolía, pero sin miedo. Ajeno al cambio de su estrella.

Después de dos horas de viaje, han llegado a su destino. Lo hacen bajar del camión.

‒ Bienvenido a la Puerta del Paraíso. Aquí vivirás como lo que eres: un toro, un toro y basta.

Lo llevan a la consulta del veterinario, que le cura las heridas y las quemaduras. Le limpia los ojos con un líquido y una pomada. Después se los venda.

Han pasado unos días y se encuentra mucho más recuperado y vuelve a ver. Finalmente ha comprendido que no le espera el matadero, que aún no ha llegado su fin. Empieza a tener confianza con sus salvadores.

‒ Yo soy un toro de pesebre de Navidad.

‒ Aquí no creemos en estas cosas de las religiones. Somos agnósticos. No celebramos la Navidad, pero tú puedes hacer lo que quieras.

‒ ¿Y qué haré aquí? ‒ preguntó con recelo.

‒ Pues, vivir como un toro en la dehesa, en libertad.

‒ ¿Y eso como se hace? ‒ Nunca había conocido la libertad ni tiene muy claro que significa ser libre.

‒ Esta es la Puerta del Paraíso. Pasa y ve haciendo. Lo irás comprendiendo con la práctica.

Así es como el toro de pesebre de Navidad empieza una nueva vida donde solo es un toro, sin ningún otro calificativo. Un toro que hace de toro y empieza a olvidar el pesebre de Navidad, a olvidar la aparición de aquel ángel diabólico desahuciardor, y a olvidar al Dios que permitió que sufriera en su carne las locuras de los hombres.


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El cuento se ha terminado
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