Capítulo III - 5
Aquella semana fue muy
ajetreada. Por fin había conseguido todos los materiales para la
decoración de la casa de los Peláez. Ahora tenía que conseguir
que, los grupos de diferentes operarios, fuesen trabajando sin
descanso y sin obstaculizarse los unos a los otros. Tarea ardua. Los
hombres son muy competitivos y creen saber de todo, así que se pasan
el rato sacando los defectos del trabajo ajeno y no ven los suyos.
Por fin había llegado el
viernes y me despedí de mis hombres hasta el lunes siguiente. Tenía
otro trabajo en cartera. Alfonso Garriguez, uno de los gurús
económicos más consultado de los últimos tiempos, me había
encargado la decoración de su casa de la sierra. La quería renovada
y apunto para la próxima temporada de nieve. Como estaba de
vacaciones en las Islas Seychelles, yo me fui a pasar el fin de
semana al chalet para inspirarme.
Después de tomar un baño
en aquella piscina circular, que simulaba un atolón coralino, hasta
con su isla en el centro, ocupada por una pérgola revestida por una
frondosa emparradera de dama de noche; me dispuse a descansar de mi
ajetreada vida en la tumbona acolchada y dejar que la brisa
acariciase mi piel bañada por el sol de la tarde.
Cuando el mundo comenzaba
a desvanecerse, sonó la voz de Diana Krall
Bésame, bésame mucho
como si fuera esta
noche la ultima vez.
Bésame, bésame mucho
que tengo miedo de
perderte
perderte después.
Bésame, bésame mucho.
Quiero sentirte muy
cerca,
mirarme en tus ojos,
verte junto a mi.
Piensa que tal vez
mañana
yo estaré lejos, muy
lejos de ti.
Bésame, Bésame mucho
como si fuera esta
noche la última vez.
Aquella canción recogía
mis sentimientos respecto a Jorge, por eso se la asigné en el móvil.
Durante toda la semana había esperado oírla y ahora ya no esperaba
oírla, resonaba en la paz de Navacerrada.
– ¡Dígame! – De
sobras sabía quien era, pero estaba un poco molesta por aquellos
cinco días de silencio, de espera.
– Hola Julia. Soy
Jorge.
– Jorge ¿Qué Jorge? –
Intente ponerme dura, pero tan pronto hube pronunciado aquellas
palabras me sentí ridícula.
– Perdona no te haya
llamado antes, he tenido que atender unos asuntos urgentes y no
quería molestarte con mis desgracias –. Pobre. Había entendido el
mensaje subliminal de mi pregunta. Ahí estaba la razón por la que
no me había llamado: no quería molestarme. Qué considerado. Qué
tierno.
– Creía que había
quedado claro que soy tu amiga y estoy para ayudarte –, sonaba un
poco a reproche y no me gustaba –. Llamame siempre que quieras –,
intenté suavizarlo con aquel ofrecimiento, poniendo la voz tierna.
– Pues la verdad es que
ahora necesito una amiga, por eso te llamaba –, su voz sonaba
melancólica –. ¿Podemos vernos?
– Sí, claro –, ¡Oh,
Dios mío! Aquello iba mejor de lo que yo creía. Pensé con rapidez
–. Estoy en Navacerrada, cerca de la Barranca Helada. Te paso las
coordenadas para el GPS. Ven es un sitio estupendo.
– ¿Pero qué haces
ahí?
– Trabajar. Tengo que
hacer un proyecto para decorar esta casa para la temporada de nieve.
– ¿Llevo los esquíes?
– Parecía que recuperaba el buen humor.
– Podrías traer una
botella de vino, para tomar junto a la chimenea.
No podía creerlo, iba a
venir. Una casa en medio de la sierra. Rodeada de bosque, con vistas
a un lago precioso. Una tarde luminosa que auguraba una noche
radiante de estrellas. Era todo tan romántico.
Entre en la casa y me
puse a buscar con que adornar el momento y alguna cosa para preparar
la cena. Aquella casa estaba preparada para recibir en cualquier
momento a un nutrido grupo de visitantes, así que encontré
suficiente vituallas como para preparar una cena para dos.
En algo más de una hora
estuvo allí Jorge, Madrid solo está a 55 kilómetros.
– ¿Has traído
bañador? – le pregunté.
– ¿No había que
reproducir un tiempo invernal? –, me contestó a la vez que negaba
con la cabeza mi pregunta.
Busqué entre la dotación
de la casa y encontré de todo, bañador de slip y de bóxer,
bermudas, toallas y albornoces. ¡No hay nada como ser rico!
– Ponte esto –, le
pase un bañador de boxer. No me gustan las bermudas en los hombres,
no se les nota el culo, ni el paquete. – Creo que será de tu
talla.
Salió con el albornoz
puesto. Cuando se lo quitó para echarse a la piscina, pude apreciar
un culito gracioso y un paquete, que no era ostentoso, pero tenía
una cierta presencia.
La tarde pasó como un
suspiro y con las últimas luces del día nos disponíamos a preparar
unos filetes en la barbacoa. La noche confirmó su promesa, un manto
de estrellas iluminaba nuestras cabezas y la brisa nos traía la
fragancia de la Dama de Noche de la isla de la piscina.
– Cuando has llamado
antes, te he notado preocupado por algo –. La noche era larga y era
mejor sacar las penas al principio de la cena, así el vino vendría
a suavizarlas y la velada podría ponerse interesante.
– Te había dicho que
me habían surgido unos asuntos urgentes. ¿Recuerdas que te hablé
del padre Antolínez? El que estaba en coma –. Asentí con la
cabeza –. Ha muerto. He traído la foto, para que vieras como
aparece ahora con nitidez –. Se quedó mirándome a los ojos y
sonrió –. Ahora me parece una tontería. Tienes razón, no tengo
que pensar más en la fotografía –. Se acercó y me besó con
aquella delicadeza que había tenido el domingo pasado. Cerré los
ojos y me sentí flotar entre las estrellas.
La cena fue un continuo
intercambio de insinuaciones. Miradas cargas de intención. Cortaba
con extremada lentitud trozos pequeños de carne que introducía en
mi boca entre abriéndola y sacando la lengua para recibirla.
Mientras le miraba a los ojos. El me miraba con deseo, controlando
sus más elementales instintos. Una caricia en la mano. Un suspiro,
mientras ponía los ojos en blanco. Imitaba mis insinuantes
movimientos y me daba a probar bocados deliciosos que el mismo
preparaba con los distintos ingredientes que teníamos en la mesa.
Después de la cena
fuimos a la pérgola de la isla. Allí había preparado unas velas
aromáticas de colores, que había encontrado en la casa. Nos
tendimos en el suelo. Rodeados por las luces de las velas,
contemplábamos las estrellas reflejadas en el lago.
La fragancia de la Dama
de Noche, el suave aturdimiento del vino, la brisa de la noche.
Nuestros cuerpos se entrelazaron participando de la danza de los
elementos. Caricias suaves como el viento, temblorosas, vacilantes
como las llamas de las velas. Nuestros cuerpos se encontraban en la
noche, cada caricia, cada roce, cada mínimo contacto encendía una
luz vibrante como una estrella, en nuestras mentes se iba dibujando
el firmamento de nuestro amor. Aquella noche dibujamos
constelaciones, nebulosas y unas cuantas galaxias.
Exhaustos, pero con la
felicidad en nuestros ojos, nos acostamos en la habitación principal
de la casa. Entrelazados, nos dejamos llevar por el sueño reparador.
A las mañana siguiente,
el sol entró a raudales por el gran ventanal, dándonos la
bienvenida a un nuevo día con un cálido abrazo.
El aire estaba lleno de
fragancias florales y de trinos de los pájaros canoros del bosque.
Él continuaba a mi lado, abrió los ojos, me miró y me dio un
tierno beso de buenos días. De un salto se levantó.
– Voy a prepararte el
desayuno – y volvió a besarme.
Me quedé mirando el lago
por el ventanal. Era todo tan perfecto. Me pellizqué para
cerciorarme de que estaba despierta.
Cuando salí, al cabo de
unos minutos, Jorge había preparado un desayuno a base de zumos,
tostadas, queso, jamón y una ensalada. La cafetera comenzaba a
humear.
– Te quiero –, y me
dio otro beso. Era más de lo que había esperado. Lo bese y volvimos
a reproducir nuestro firmamento en aquella cocina, entre el aroma del
café y la miel que derramó en mis pechos y lamió con
voluptuosidad. Yo comí en él la mermelada de arándanos. La noche
había sido un estallido de luz y el día estaba resultando ser una
explosión de gustos. Al final se derramó el zumo y la leche sobre
la lisa superficie del banco de la cocina.
Nos dimos una ducha, para
ayudar a bajar aquellos alimentos que habíamos tomado, el uno en el
otro. Volvimos a juntar nuestros cuerpos bajo los chorros de aquella
ducha de agua templada.
Más serenos, nos
sentamos a contemplar el lago. Entonces le dije:
– Iremos a ver a mi
padre.
– ¿Cuando? – Me lo
pregunto sin aquella ansiedad que había demostrado días atrás.
– Ahora. ¿Quieres? –
Me quedé mirándolo. Parecía dudar.
– No sé... Hace unos
días solo quería eso, pero ahora... –, me miró y me acarició
los cabellos –, ahora solo quiero estar contigo. No quiero pensar
en todo ese asunto.
– Un día u otro te
volverá a asaltar la duda y volverás a caer en ese estado de
depresión en que estabas el domingo –. Le di un beso –. Iremos
hoy. Afrontaremos juntos lo que nos depare el futuro –. Me besó.
– Te quiero.
– Te quiero –, lo
había dicho en voz alta. Cuantas veces había soñado con decirle
esas dos palabras. Una lágrima de felicidad recorrió mi mejilla –.
Soy feliz.
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