Capítulo III. 6
Salimos
de aquella casa encantada, junto a aquel enigmático lago donde se
reflejaban los verdes pinos, y la cima de roca viva, únicos testigos
de aquella mágica noche. En aquel momento, no sentí ninguna pena al
abandonar aquel paisaje, el escenario de mi felicidad. Me sentía
capaz de enfrentarme al mundo entero, no tenía miedo a nada, porque
ahora sabía que no estaba sola.
Con
ese nuevo sentimiento de plenitud, tomé mi coche y conduje hasta
Sevilla la Nueva. Jorge estaba sentado a mi lado. Había bajado la
capota y disfrutábamos del refrescante aire de aquella mañana de
sábado, del mes de agosto más radiante de mi vida.
Grabé
la fecha en el libro de mi memoria con martillo y escarpe, como si lo
hiciera en la roca de aquella montaña: seis de agosto de dos mil
diez. Nunca olvidaré la noche en la que se gestó nuestro amor.
Una
hora más tarde estábamos ante la entrada de la residencia en la que
vivía mi padre.
– Entre
pinos – leyó Jorge el rótulo de la entrada, mientras pasábamos
por debajo con el coche –. ¡Caramba! Esto debe salir por una
pasta... – no había malicia en su voz, pero no acabó de gustarme
aquella expresión. Sí, expresión, porque no había llegado a
formular una pregunta, ni era una exclamación de asombro. No
transmitía ninguna intencionalidad, solo era la manifestación de una
idea fugaz, sin malicia.
– Se
trata de mi padre – . Escuché mi propia voz y la noté carga de
reproche. Quise suavizarla –. El ha cuidado de mí toda la vida –.
Detuve el coche en el aparcamiento, en una de las plazas que estaba
libre, y me giré para mirarle fijamente a los ojos. El me miraba con
atención, como esperando que continuara hablando –. Mi trabajo
está muy bien remunerado y … –, me quedé mirándolo a los ojos,
no sabía que pensaba él, y yo no sabía que decir, finalmente me
sorprendí a mi misma oyéndome decir – y se lo debo.
– No
tienes porqué justificarte –. Me sonrió y acarició mi cara, con
una cierta melancolía en la suya –. Solo es que he pensado en mi
madre, ella está muy bien, pero hay momentos en los que pienso que
se hace mayor y yo no podré cuidarla, mis hermanas ya tiene
bastante con sus familias –, su mirada se perdió entre las ramas
de los pinos tratando de visualizar un futuro que odiaba, pero que
estaba allí, oculto por las ramas del presente, como la cegadora
certeza del sol –. No quería pedirte explicaciones, solo ha sido
un acto reflejo. Me he preguntado si yo podría pagarle una
residencia así a mi madre.
Nos
reunimos con mi padre en los jardines, fuimos paseando durante un
rato hasta llegar a una pequeña glorieta donde había una mesa de
piedra con bancos, también de piedra, bajo un quiosco de hierro
forjado, donde se emparraban varias trepadoras y predominaba la
campanilla azul. Nos sentamos en aquella acogedora sombra.
Había
dejado hablar a mi padre durante todo el paseo. Parecía bastante
lúcido, pero había ignorado totalmente a Jorge. Yo no sabía si se
había dado cuenta que me acompañaba. Mi padre hablaba y hablaba,
con si no hubiera hablado con nadie desde la última vez que
estuvimos junto. Cuando nos sentamos, miró a Jorge con una cierta
sorpresa en su cara. Aproveché la ocasión:
– Papá,
este es Jorge, mí … – , me quedé parada, no supe como
continuar. Iba a decir «mí novio», pero no había hablado con
Jorge sobre cual era ahora nuestra situación. Una nube gris
oscureció el reflejo de la montaña y un súbito viento helado rizó
la tranquila superficie del lago –, amigo … del pueblo –. Jorge
abrió mucho los ojos y alzó las cejas, lo había sorprendido. Creo
que en ese momento él vio como la superficie del lago mostraba el
oscuro color de las insondables profundidades del alma ajena.
– ¿Te
conozco? – Preguntó mi padre. Intentaba recordar a alguien en particular. Pero cómo podía mi padre acordarse de Jorge, solo era un
niño de once años cuando nos fuimos del pueblo.
– Nos
conocimos, pero seguro que no me recuerda. Yo era pequeño y me
hizo una fotografía junto a mis compañeros de colegio ¿Se acuerda?
– Jorge, tenía la esperanza de avivar el memoria de mi padre.
– ¿Una
fotografía? Yo he hecho muchas fotografías en mi vida. No puedo
acordarme de todas –. Lo miró con mayor detenimiento todavía –.
Pero a ti te conozco de cuando eramos jóvenes. ¿Cómo dices que te
llamas?
– Jorge.
Jorge Cordrac –. Pronunció su apellido con un sentimiento
especial. Como si quisiera dejar constancia que venía de una antigua
estirpe. A mi padre le cambió la cara. Se hizo hacia atrás en el
banco de piedra.
– ¿Qué
quieres Manolo? Ya te he dicho que ha sido una año muy seco – . Me
quede sorprendida. No esperaba que mi padre perdiera la razón en
aquel momento. Jorge parecía interesado en las palabras de mi padre.
Yo no podía entender que encontraba de interesante en las
alucinaciones seniles de un anciano enfermo.
– Yo
soy el hijo de Manolo. Mi padre murió hace años.
– No
me engañes. ¿No tenías bastante con darme una paliza? Deja en paz
a mi hija. Ella no tiene nada que ver –. Iba perdiendo la razón,
al mismo ritmo que perdía la paciencia. No quise asistir impasible a
aquella muestra de la degradación humana, mucho menos cuando se
trataba de mi padre. Lo cogí de una mano, mientras con la otra le
giraba con delicadeza su cara hacia mí.
– Papá,
cariño, ¿Te acuerdas de nuestra casa del pueblo? Aquella que tenía
una fuente en el patio. Habían muchas plantas –.
Intenté desviar su atención para tranquilizarle.
– Las
pone mamá para regarlas... –, se quedó mirando el estanque con
nenúfares que había junto al quiosco – , está tan bonito el
patio con todas las macetas junto a la pila llena de agua. Cuantas flores. ¡Huele!, que fragancia –,
evocaba aquellas imágenes como si las estuviera viendo en aquel
momento. Ya no se acordaba del padre de Jorge. Sus ojos estaban
llenos de imágenes de tiempos felices.
– ¿Te
acuerdas de las fotografía que hacías? – Fui introduciendo el
tema poco a poco, para no perder la magia tranquilizadora de la imagen de mi madre.
– Soy
el mejor fotógrafo del pueblo. Estos catetos no saben sacarle
provecho a la cámara y al laboratorio –, hizo un inciso para
captar mi atención; en voz baja, como si lo que me iba a contar
fuera un gran misterio–, porqué el secreto está en el laboratorio,
hay que saber como trabajar con el revelador.
– Tengo
una de sus fotografías, donde las persona no aparecen con claridad –
. Jorge no entendía que había que tener tacto, mucho tacto, con los enfermos de
alhzeimer: mi padre cambió de nuevo de actitud.
– Ya
se lo he dicho a los curas: es un defecto del revelador – le espetó
desafiante.
– Pero,
es que aparecen cuando están muertas – , respondió Jorge con un
cierto tono de impaciencia. Mi padre se levantó. En sus ojos,
turbados por la mezcla de sentimientos, se mostraba el miedo y la
ira. Su voz sonó rota.
– Te
arrepentirás de lo que me hiciste, Manolo. Tu hijo pagará por la
paliza que me diste. ¡Maldito! – Se giró y salió corriendo.
Aquellas palabras me dejaron atónita. Cuando quise reaccionar, mi
padre había desaparecido en dirección al laberinto de setos que
había en el centro del jardín. Me quedé preguntándole con la mirada qué es lo que estaba sucediendo.
– Me
confunde con mi padre –, hizo una pausa. Al ver que continuaba esperando más concreción en su respuesta, prosiguió –. Nuestros padres, que
eran muy amigos, tuvieron una pelea de jóvenes. Todavía no habíamos
nacido nosotros. Después no se volvieron a hablar nunca más.
– Por
eso no me dejaban que jugara contigo ni con tus hermanas.
– Seguro
–. Permaneció callado. Algo le preocupaba.
– Ya
te dije que mi padre está muy enfermo y no sabe lo que se dice.
– Vive
en el recuerdo. Para él lo que pasó hace veinte años es el
presente –. Se le notaba preocupado, pero yo no quería hurgar en
un pasado que podía perturbar mi reciente felicidad –. Me preocupa
su maldición.
– No
hagas caso de los desvaríos de un anciano –, no quería que
volviera a caer en aquella depresión que lo entristecía.
En
ese momento apareció entre las ramas colgantes de la enredadera, la
cabeza cana y la cara surcada de profundas arrugas de aquel
enigmático personaje, al cual había conocido en mi anterior visita.
– No
es una maldición –, su voz resonó como si saliera de las entrañas
de la tierra –. Al menos no es su maldición.
– ¿Qué
quiere decir? ¿Quien es usted? – Jorge estaba doblemente
sorprendido, por la intromisión y por el misterio que entrañaban
sus palabras.
– Perdonen
ustedes –, tomó asiento frente a nosotros. A mí me daba un poco
de miedo, me acerqué a Jorge hasta que metí mi hombro en su pecho,
obligándole a rodearme con su brazo –. Me pueden llamar
Melquiades.
– ¿Y
su apellido? –, preguntó Jorge en un evidente intento de socavar
la seguridad en si mismo del anciano.
– Los
de mi estirpe no usamos apellidos –, se quedo mirando divertido a
Jorge –. Los apellidos son para los débiles, para los que
necesitan a sus antepasados para que los protejan.
– ¿He
de entender que es usted un gitano? – Jorge continuaba queriendo
poner nervioso a Melquiades. ¿Por qué los hombres son así de
competitivos? Los hay que se las dan de machitos haciendo alardes de
fuerza y retándose a peleas, pero los otros alardean de retórica y
se enredan en discusiones inútiles.
– Muchacho,
tranquilízate. No soy una mala persona, después de todo –, las
arrugas de la cara del anciano se agudizaron y , no sin sorpresa,
lograron transmitir amabilidad –. Yo fui el que le vendí a tu
padre el revelador –. Ahora me miró fijamente.
– Mi
padre dice que usted es medio brujo –, las palabras salieron solas,
sin pensarlas, y una vez pronunciadas tuve miedo.
– Bien,
he andado mucho y durante mucho tiempo. He visto cosas que a la gente
normal le cuesta de entender. Y una o dos cosas he aprendido durante
todo este tiempo –. Si buscaba tranquilizarme con aquellas
palabras, no lo consiguió –. Tu padre no es mala persona, pero
tiene un defecto muy grande: no paga sus deudas.
– Eso
también lo dice mi madre –, dijo Jorge y se ganó un codazo en la
boca del estómago.
– Ya
me debía algunas cosas, así que cuando le vendí el revelador le
hice un encantamiento que aprendí en la India –. Dejaba caer sus
frases como con cuentagotas –. Solo quería asegurarme el cobrar –.
Nueva pausa –. Pero el vicio de tu padre es más grande que él.
– ¿Qué
quiere decir? ¿Cual era el encantamiento? – Notaba como se
desbocaba el corazón de Jorge, que no podía sufrir el ritmo pausado
del viejo brujo.
– Se
trata de un conjuro de cobro. Así lo llamaba mi maestro Karmirahtam
–. Hizo una nueva pausa y me miró –. Allí abunda la gente que
tiene la misma tara que tu padre.
– Por
favor, vaya al grano que le va a dar un ataque al corazón –, le
dije refiriéndome a Jorge, a quien notaba al borde de la
desesperación.
– El
encantamiento consiste en que lo que le vendes deja de funcionar
después de un tiempo, y no vuelve a funcionar hasta que te lo pagan.
– Pero
si no lo ha pagado, ¿cómo es posible que funcione de nuevo cuando
la gente muere? – Jorge, no acaba de entender la simplicidad de
aquel encantamiento, y yo no podía creer nada de lo que estaba
escuchando.
– Yo
introduje una pequeña modificación sobre el encantamiento original
–. Nueva pausa. Nuevo aparte dedicado a mí –. En la India la
gente es más temerosa de Dios, pero tu padre necesitaba un aliciente
mayor. Así que en la nueva fórmula la consecuencia del impago no
era solamente el funcionamiento anómalo –. Nueva pausa. Miró
fijamente a los ojos de Jorge – . Usé la invocación de la sábana santa. Los que estaban en la fotografía
morirían en el año de su trigésimo tercer aniversario. Aquellos
que tenían más de esta edad en el momento de la fotografía morirían en el mismo año que los más jóvenes.
– Dios
mio, eso quiere decir que moriré este año –. A Jorge la noticia
le dejó el color de la muerte anunciada.
– Pero,
algo se podrá hacer –. Yo también estaba alterada –. Retire el
encantamiento.
– No
es tan fácil –. Melquiades, no perdía su serenidad, pero se
encogía de hombros ante mi desesperación –. Una vez hecho el
encantamiento no se puede deshacer. Solo si paga la deuda el
encantamiento perderá su efecto.
– Entonces
no hay problema. ¿A cuánto asciende la deuda? ¿Como quiere que se
lo pague? – Saqué la chequera y me dispuse a escribir la cifra que
él me dijera. No me importaba la cantidad.
– No
puede pagarla nadie más que él –. Melquiades me cerro la chequera
y me acarició la mano en un intento por serenarme.
– Pero
mi padre está inhabilitado, yo soy su tutora –. Mi voz salió como
una suplica, el inicio de un sollozo.
– Lo
siento, mi niña, pero la magia no entiende de legalidades –, se
quedó mirándonos –. Todo se acabará cuando tu padre pague o se
muera.
– ¿Y
qué pretende que lo matemos? – Gritó con desespero Jorge.
– No
muchacho. Las cosas no son blancas o negras, y en la magia tampoco. Hay
una fotografía, en la taquilla de tu padre, en la que estáis tu
madre, tú y tu padre. El próximo año cumples treinta y tres años,
y tu padre lo tiene muy presente.
– ¿También
se puede morir ella? – Jorge estaba roto, por sus mejillas
descendían las lágrimas, que la ausencia de orgullo habían dejado
salir a placer.
– Hay
otra posibilidad. Como con todo encantamiento de este tipo, el amor
puede anular los efectos del hechizo – nos miró con afecto –, y
vosotros parecéis muy enamorados.
Nos
miramos. Nos abrazamos con fuerza. Todas aquellas revelaciones en tan
poco tiempo, no podíamos asimilarlas con facilidad.
Melquiades
nos miraba con una irónica sonrisa.
– Unidos
para que la muerte no os separe –. Estalló en una carcajada,
tenebrosa. Se levantó y desapareció.
Solo
habían pasado unas horas, pero aquel lago de aguas tranquilas sobre
las que se reflejaba la fortaleza de la montaña, ahora estaba
encrespado por el viento. La montaña había perdido su solidez,
envuelta por grises nubes de tormenta.
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(Próxima entrega el miércoles 22 )
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