Capítulo III. 7
Volvimos a hacer de la
casa del bosque nuestro nunca-jamás particular; del lago, nuestra
fuente de vida; y de la montaña, nuestra fortaleza.
El verano fue
trascurriendo con las intermitencias que dictaba nuestro trabajo,
entre semana una frenética carrera hacia el fin de semana siguiente.
Durante la semana nos absorbía de tal manera que no nos dejaban
demasiado margen para la melancolía, pero de vez en cuando veía un
bote de mermelada y me acordaba de Jorge. En aquellos momentos
deseaba que fuese el viernes para encontrarme con él en nuestro
paraíso, en nuestro universo privado.
La demoledora rueda de la
vida seguía girando, y así como molía las esperanzas, también
molía nuestros temores. Acabamos por pensar que aquel viejo
vagabundo, con nombre de mago de opereta, solo era un charlatán que
nos había embaucado con su palabrería de feria. No teníamos motivo
para preocuparnos, y en todo caso, si era verdad lo que decía el
viejo brujo, siempre teníamos nuestro amor, que nos salvaguardaba de
los funestos efectos del conjuro.
Llegó el doce de octubre
y con él el festival de la antigua escuela de Jorge, pero no tuvo
valor para asistir. El padre Fulgencio le había dicho que harían un
acto especial en recuerdo de todos los compañeros ausente y Jorge
sería el que recibiría los honores en nombre de todos. Aquella
propuesta le sumió en la melancolía. Desde entonces empezó a
cambiar algo en su interior. Yo no me percataba, estaba muy enamorada
y cada momento que estaba con él era como un sueño. Nuestros
trabajos nos separaban entre la semana y los fines de semana eran muy
cortos para mí. Fue a partir de octubre cuando Jorge empezó a tener
que asistir a congresos y seminarios de fin de semana, a los cuales
su empresa le obliga a asistir. Yo maldecía a su empresa, a los
datos y al dios de los análisis de datos.
Encendieron las luces de
navidad en Madrid y iluminó las sombras de mi desesperación. Por
fin tenía la solución, como había tardado tanto en darme cuenta.
Corrí hacía el Bebol-Babel, tenía la urgencia de contárselo a mi
mejor amiga.
– Lo tengo todo
pensado, la noche de fin de año se lo pido –. Isabel me miraba
sorprendida.
– Pero por qué tienes
tanta prisa. Apenas lo conoces –. Esperaba más entusiasmo por
parte de mi amiga.
– Lo conozco desde
pequeña –. Respondí un tanto molesta.
– Mujer, eso no cuenta.
¿Cuanto hace que vais juntos?, ¿tres meses? – Parecía que estaba
decidida a hundirme la moral.
– En julio nos dimos el
primer beso –. Saboreé el recuerdo de aquel momento.
– Bueno, pero si el
primer día que lo conociste te echaste encima de él–, me reprochó
aquella que decía ser mi amiga.
– Ya sabía que era mí
hombre.
– Tú lo que estás es
enamorada hasta los tuétanos –. Sonreí y afirmé con la cabeza –.
Pero ¿y él? – Vaya pregunta, a quien se le ocurría.
– Pues también –
Vaya con la preguntita, pues no me estaba haciendo pensar que...
– Y tú ¿cómo estás
tan segura? – La muy … sabuesa.
– Porque eso una lo
sabe –. Mi respuesta era convencional, como sacada de un manual de
tópicos.
– Escucha Julia. Te
hablo como amiga. Te quiero mucho, tú lo sabes. – Me miraba con
unos ojos tiernos, mientras me tomaba de las manos –. Creo que te
precipitas pidiéndole que se case contigo.
– Pero si es la
solución, nos queremos y solo podemos estar juntos algunos fines de
semana –. Mi voz sonaba como una súplica. Como si mi amiga fuera
la autoridad divina, la que tenía que darnos su bendición y
autorizar nuestro matrimonio.
– Cariño –, Isabel
acarició mi cuello y acercó su cabeza hacia la mía, hasta que
nuestras frentes se juntaron –. Solo me preocupas tú. Pero, ¿has
pensado en que puede ser que a él no le guste que tomes tú la
iniciativa? Es un hombre después de todo. Si le pides tú el
matrimonio, y en la fiesta de fin de año, puede que salga corriendo
–. Me vi de pronto en la Puesta del Sol, de rodillas abriendo una
caja con un anillo, y en la pantalla gigante la cara de asombro y
bochorno de Jorge. Le conté a Isabel mi visión y nos asaltó un
ataque de risa. Veíamos a Jorge huir despavorido entre el público
de la plaza, mientras le abrían camino a la vez que le hacían la
ola.
–¿Si le digo que se
venga a vivir conmigo, crees que se lo tomará mejor? – Sugerí
– Seguramente no
saldrá, corriendo –. Volvió a reír –. Pero por si acaso, que
no salga en la pantalla gigante y díselo mientras le metes manos.
– ¿Mientras le meto
mano? – No lo entendía.
– La neurona la tendrá
concentrada en el asunto y no pensará en salir huyendo.
Así que estaba todo
decidido, en la fiesta de fin de año, después de la última
campanada, después del beso de año nuevo y mientras mi mano le
hurgara entre la entrepierna, le susurraría al oído mi propuesta.
Estaba nerviosa. Lo
llevaba todo en secreto. Había vaciado una parte de mi armario y
había hecho hueco en la alacena del baño. Había comprado un galán
de noche como regalo de bienvenida. Me había comprado un vestido de
fiesta que era como el lazo de un regalo, que pedía a gritos que lo
desembalara, y dentro estaba yo, como un manjar dispuesto para ser
saboreado.
Sonó el timbre de la
puerta, era él.
– Sube, ahora mismo
salgo –. Le dije por el telefonillo del portero automático.
Sonó el teléfono.
«Dios, todo a la vez. Y a mí me falta todavía ponerme los
pendientes», pensé mientras cogía el teléfono.
– Dígame – Alguien
dijo mi nombre –. Sí, soy yo ¿Qué sucede? – En aquel momento
oí cerrarse la puerta del apartamento. Era Jorge. Se acercó a mí
justo a tiempo para recogerme cuando mis piernas perdieron su fuerza.
– ¿Qué pasa Julia? –
Me miraba, yo no podía responder, la cabeza me daba vueltas. Él
tomó el auricular y habló –. Julia esta un poco indispuesta, ¿qué
ha pasado?
– Siento haberles dado
esta mala noticia, y más en un día como este.
– ¿De qué mala
noticia me habla? – Jorge me interrogaba con la mirada, pero me
faltaba aliento para poder hablar, y las ideas las tenía confusas.
– El señor Villaplana
ha fallecido no hace todavía una hora –. La noticia también le
golpeó a él.
– Estaremos allí en
una hora. Lo que tardemos en llegar. Salimos ahora mismo –. Las
palabras se le apelotonaban en la boca. Colgó. Me miró y nos
fundimos en un abrazo. Di gracias por tener a mi lado a Jorge en un
momento como aquel.
Ya más serena, pensé
que sería mejor cambiarme de ropa antes de salir para la residencia.
En poco más de una hora
estábamos ante el cuerpo sin vida de mi padre.
– Sentimos mucho su
perdida –. La enfermera de noche, nos informó de la posibilidad de
velar el cuerpo aquella noche en una sala especial que tenían en la
residencia. Nos dijo que los operarios de la funeraria estaban
preparando el cadáver y en unos minutos podríamos pasar a la sala.
– Gracias –. Solo
quería estar a solas, con Jorge. Poder llorar en su hombro.
– ¿Cómo ha sucedido?
– Preguntó Jorge, refiriéndose a la muerte de mi padre.
– Ha sido un final
amable. Cuando hemos ido a despertarlo para ir a la cena de fin de
año, lo hemos encontrado durmiendo. No hemos podido despertarlo. Ya
no tenía pulso –. Respondió la enfermera.
– Se ha ido soñando –.
Lo dije con alivio. Después de toda esa enfermedad tan degradante,
por lo menos al final no había sufrido. – Seguro que soñaba con
mi madre.
Al cabo de unos minutos,
nos dejaron pasar a la sala. Mi padre estaba allí, dentro del ataúd,
como dormido.
Más tarde nos trajeron
unas bandejas con el catering de la cena que la residencia
estaba sirviendo en aquella noche a sus huéspedes.
En el silencio de aquella
sala, resonaba como un recuerdo la música de la cena de gala, en la
que una orquesta reproducía éxitos de hacía cuatro décadas.
Aquella música me llenó de melancolía. Ya no volvería a ver más
a mi padre. Ahora ya no tenía a nadie. Pero no era así. Allí
estaba Jorge, con sus manos entre las mías. Dándome el calor de su
compañía, y la comprensión de su silencio. Aquella tenía que
haber sido la noche en la que iba a pedirle que viniera a vivir a mi
casa. En aquel instante cesó la música. Nos mirábamos sin saber
exactamente que pasaba. De pronto estallaron las carcasas de un
castillo de artificios. Era el año nuevo. El dos mil once. Habíamos
sobrevivido al conjuro de Melquiades. Nos besamos. Le miré a los
ojos, y lo vi claro, ese era el momento.
– ¿Quieres casarte
conmigo? – Salieron las palabras por mi boca con la ternura de un
suspiro. Él se echo hacia atrás.
– Pero Julia, ¿qué
dices? – Su cara se había convertido en un mapa de arrugas que
convergían en el fruncido de su ceño–. Tú padre está ahí,
todavía caliente, y tu estás pensando en bodas –. Soltó mis
manos y yo me sentí sola ante un mundo inhóspito.
– Pero te quiero –.
Pero en mi cabeza oía la voz de Isabel «y él, ¿te quiere?» –
¿Tú me quieres? – Hice la pregunta y temí la respuesta.
– No es eso, Julia –.
Eludía la respuesta –. Este no es el momento.
– Me he quedado sola en
la vida –, con la mirada le supliqué comprensión –, y no quiero
estar sola. Quiero compartir mi vida contigo.
– Pero este momento es
muy delicado. Ese sentimiento de soledad que te ha dejado la muerte
de tu padre, te puede engañar. Y si no es amor lo que sientes, que
pasará cuando te recuperes de este sentimiento de perdida y te
encuentres encadenada a mí. No quiero ser una carga para ti.
– ¿Lo dices por mí o
por ti? – Aquellas palabras me penetraban como cuchillos. Sentía
como se abría en mi pecho una brecha que llegaba hasta mi corazón.
Lo sentía latir con fuerza, cada vez más rápido, a punto de
estallar.
– Puede que también lo
diga por mí. Sí –. Bajó la cabeza. Rehuía mi mirada –.
Últimamente me siento un poco agobiado por tu... – dudaba, no
encontraba las palabras con que suavizar lo que quería decirme –,
por tu amor.
– ¿Agobiado? – Le
grité –. Pero si apenas nos vemos. Entre semana hablamos poco, y
solo cuando yo te llamo, y los fines de semana... ja, los fines de
semana no nos vemos porque siempre tienes algún viaje, algún
seminario de empresa o … – acababa de verlo claro –, son solo
excusas para no estar conmigo, ¿verdad?
– No quiero discutir.
Este no es el momento –. No me quería y no era lo bastante
valiente como para decírmelo a la cara. No sé por qué en aquel
momento volvieron a sonar en mi cabeza las palabras del viejo
Melquiades: «Todo se acabará cuando tu padre pague o se muera »,
«el amor puede anular los efectos del hechizo».
– Tú te has
aprovechado de mi. Te has escudado en mi amor, para no morir y ahora
que ha muerto mi padre, te ves libre y me dejas tirada –. La rabia
cargaba de veneno mis palabras.
– Julia, creo que debo
irme antes de que diga algo de lo que me arrepienta –. Su mirada
era tierna, pero a mí me pareció insultante –. Creo que te
quiero, pero necesito que tú me quieras como soy, con mis
limitaciones, respetando mi espacio.
– ¿Qué quieres decir,
que yo soy la culpable? –. Al final estalló, pero no fue el
corazón, sino una sonora bofetada que le regalé de despedida.
Sus ojos se inundaron y
los míos lanzaban rayos que le perforaban la espalda mientras se
alejaba por el corredor.
Cuando Jorge desapareció
por las escaleras de acceso al aparcamiento, mi padre asomó la
cabeza por la puerta de la sala de velatorio.
– ¡Estoy vivo! ¡Estoy
vivo! – Mi padre estaba vivo. Pero ¿cómo era posible? Pulsé el
timbre que llamaba a la enfermera de noche. Mientra llegaba, intente
hablar con mi padre.
– Papa, ¿estás bien?
Siéntate, no te vayas a marear –. No podía creer lo que estaba
viendo. Mi padre estaba muerto hacía unos segundos y ahora...
– ¡Soy inmortal! –
Saltaba y bailaba. No lograba que se quedara quieto. Entonces entró
la enfermera. Al ver a mi padre, que por fin había despertado del
profundo sueño de la muerte, llamó por un telefonillo a sus
compañeras y les pidió que llevaran un inyectable con
tranquilizante.
Cuando llegaron sus
compañeras, se dieron cuenta que no habían traído la medicación y
la enfermera salió a toda prisa hacia el depósito de
estupefacientes.
Yo estaba confusa. Jorge
se había ido. Le había dicho cosa que realmente no pensaba. Le
había hecho daño y ahora se había ido de mi vida. Me asomé a una
ventana del corredor, desde allí pude ver como subía en su coche y
salía del aparcamiento. En mi cabeza resonaban las palabras de
Isabel «Creo que te precipitas». Quise llamarlo por la ventana,
pedirle perdón. Pero la ventana no se abría. Corrí hacia la calle
y grité:
– Jorge, vuelve.
Perdóname. Vuelve –, corría agitando mis brazos –, mi padre
está vivo.
Creo que me vio por el
retrovisor. Cuando estaba saliendo a la rotonda, paró el coche y se
giró hacia mi. No vio como se le echaba encima un camión de gran
tonelaje, que no pudo frenar a tiempo.
Yo estaba allí plantada,
pidiéndole perdón a gritos. Ante mis ojos, cargados de
culpabilidad, aquel camión arrolló el coche de Jorge y lo dejó
sepultado entre un amasijo de metal y plástico. Caí de rodillas
justo en el momento que el coche estalló en llamas.
Perdí la noción del
tiempo. Empecé a despertar de aquel letargo cuando una enfermera de
la residencia me envolvió en una manta.
Los bomberos apagaban el
incendio del coche y rescataban de la cabina del camión al
conductor, que todavía estaba vivo. La ambulancia llegaba en ese
momento, y la guardia civil controlaba el tráfico y sacaba
fotografías del accidente.
La enfermera me
acompañaba a la residencia arropada en la manta. Me abrazaba para
darme más calor. Miró hacia el edificio y dijo:
– Su padre, está ahí
–. Lo había olvidado, mi padre estaba vivo.
– Sí. Está vivo,
¿verdad? – Pero ella señaló hacia la terraza de la residencia.
– Su padre, está ahí
arriba –. Mi padre estaba en lo alto de la terraza y en un
movimiento inesperado en alguien de su edad, se subió sobre la
caseta del ascensor.
– ¡Soy inmortal! –
Gritaba y bailaba bajo la luz de la primera luna llena del año –.
¡Puedo volar como Superman! – Tomando carrerilla, se lazó con el
brazo derecho extendido y el puño cerrado hacia un vuelo sin
escalas, que lo llevó directo al otro mundo.
El médico dice que
padezco estrés postraumático que bloquea las imágenes más
impactantes de aquella noche. No puedo caminar, me molesta la luz y
la gente. Solo viene a visitarme Isabel. Hoy me ha traído una
fotografía de aquella montaña con el lago de aguas cristalinas.
Entre los reflejos de sus aguas, me parece ver la cara de Jorge,
transparente, como en aquella fotografía velada.
fin
Como se dice en catalán: "conte contat, se'n va per un forat".
Hasta el próximo cuento.
Que tengáis felices sueños.
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